blindado hasta las oficinas de Tecnomex Solutions en Santa Fe. Ese día tenían una junta crucial con inversionistas japoneses que querían comprar el 30% de su empresa por m000000es dólar. Pero durante toda la presentación, Diego no podía concentrarse. Sus socios, el licenciado Hernández y la ingeniera Martínez notaron que estaba distraído, pero no se atrevieron a preguntarle qué pasaba.
Señores, les dijo Diego a las 2 pm interrumpiendo la junta, cancelen todo lo de hoy. Necesito aire fresco. Sus empleados se quedaron sorprendidos porque Diego nunca cancelaba juntas importantes. Pero él ya había tomado su decisión. Iba a manejar solo por la ciudad hasta aclarar sus pensamientos. se subió a su Lamborghini Veneno Roja y Negra, un auto que había comprado por 4.
5 millones de pesos como regalo de cumpleaños para sí mismo y salió de Santa Fe sin rumbo fijo. Mientras tanto, en una vecindad de la colonia Doctores, Esperanza Morales se despertaba a las 4:30 a en su cuartito de tres gas 3 m, que rentaba por 1500 pesos al mes. Su día empezaba caminando 45 minutos hasta el mercado de la merced para comprar su mercancía, dulces, chicles y cigarros sueltos.
Con los 200 pesos que tenía ahorrados, compró cinco bolsas de paletas Coronado, tres de chicles Trident, dos cartones de cigarros Malboro para vender sueltos y una bolsa de chocolates Choco roles. Todo eso pesaba casi 10 kg, pero Esperanza había aprendido a cargar peso después de 30 años, trabajando en lo que fuera. A las 6:30 am ya estaba en su primera esquina, insurgentes con Reforma.
Ahí se quedaba hasta las 10 a cuando se movía a Reforma con zona rosa. A las 2 pm iba a insurgentes con viaducto y terminaba su día en el centro histórico hasta las 8 pm. Ese día había vendido especialmente poco, solo 80 pesos en todo el día. No le alcanzaba ni para comer y pagar el cuarto. Sus pies estaban hinchados dentro de unos zapatos que había encontrado en la basura.
Su espalda le dolía por cargar la bolsa pesada y el sol de agosto le pegaba directo en la cara arrugada. “Virgencita de Guadalupe”, murmuraba mientras esperaba el semáforo en reforma. Dame fuerzas para un día más y si mi dieguito está bien, donde quiera que esté, protégelo con tu manto sagrado. El destino, mis amigos, había sincronizado perfectamente el momento en que estas dos almas destrozadas se encontrarían en el mismo semáforo.
Y llegó el momento que cambiaría todo para siempre. Queridos míos, Diego había manejado sin rumbo durante 2 horas, pasando por Polanco, la Roma Norte y finalmente llegando al centro de la ciudad. Eran las 4:47 pm cuando se detuvo en el semáforo de Reforma con Insurgentes. La música de su estéreo voce estaba a todo volumen.
Bésame mucho, de Consuelo Velázquez, cuando de repente vio una figura que le heló la sangre en las venas. Una mujer mayor, tal vez de 65 años, se acercaba lentamente entre los carros. Llevaba el cabello gris recogido en una trenza larga que le llegaba hasta la cintura, una blusa azul cielo desteñida por el sol, un suéter café lleno de surcidos caseros y una falda de mezclilla que había visto mejores días.
Sus manos arrugadas y manchadas por el sol sostenían una bolsa transparente llena de paletas de colores, chicles de menta, chocolates Carlos V y cigarros sueltos. Caminaba despacio, con pasos cansados, ofreciendo su mercancía a cada conductor con una sonrisa tímida.
Pero cuando llegó al Lamborghini de Diego y sus ojos se encontraron a través del cristal, Santo Dios. El mundo entero se detuvo en ese instante. Diego sintió como si un rayo le hubiera pegado en el pecho. Esos ojos, esos ojos café clarito con pestañas largas que había visto en sus sueños mil veces. Era ella, era la mujer de sus pesadillas, pero también de sus recuerdos más tiernos.
No puede ser, no puede ser”, susurró Diego con las manos temblando tanto en el volante que casi no podía sostenerlo. “Esperanza, ¿eres tú, verdad, Dios mío? ¿Eres tú?” Esperanza también se quedó petrificada como una estatua de sal. Ese muchacho en el auto de lujo, esos ojos verdes como esmeraldas que conocía también, esa nariz respingada que había besado mil veces cuando era bebé. Era su dieguito.
Diego murmuró con voz quebrada, dejando caer casi la bolsa de dulces. Ay, Diosito santo, ¿eres tú, mi niño hermoso? Los carros de atrás comenzaron a tocar el claxon porque el semáforo había cambiado a verde, pero Diego no podía mover ni un músculo. Su nana, la mujer que había sido su mundo durante los primeros 8 años de su vida, estaba ahí destruida, envejecida, convertida en una vendedora ambulante. No puede ser real, se decía Diego.
Esto tiene que ser una alucinación. Mi mamá me dijo que esta mujer me había abandonado por dinero, pero aquí está trabajando en la calle como como una indigente. Sin pensarlo ni un segundo, Diego apagó el motor del Lamborghini, activó las luces de emergencia y abrió la puerta de un golpe.
Salió del auto como un loco, dejando las llaves puestas y el motor de cuatro 5 millones de pesos completamente desprotegido. se plantó frente a Esperanza con las manos agarrándose la cabeza sin poder procesar lo que estaba viendo. Era como si sus dos mundos, el de sus sueños y el de su realidad, hubieran chocado de frente.
No puede ser, no puede ser, gritaba Diego como un loco, llamando la atención de toda la gente que pasaba. Mi mamá me dijo que te habías ido porque querías nuestro dinero. Me dijo que eras una ladrona. que solo se aprovechó de nosotros. Esperanza comenzó a llorar como una magdalena con lágrimas gruesas que le corrían por las mejillas arrugadas. Con sus manos temblorosas y llenas de callos, trató de tocar la cara de Diego, pero él se echó para atrás instintivamente, confundido y destrozado.
“Ay, mi hijito lindo, yo nunca, nunca te dejé por dinero”, le dijo entre soyosos que le salían del alma. Yo te amaba más que a mi propia vida, más que a mis ojos, más que a todo lo que existía en este mundo. Entonces, ¿por qué te fuiste? Le gritó Diego con lágrimas corriendo por su cara. Lloré por ti durante meses.