de Playa del Carmen, rodeado del bullicio de turistas ajenos a su drama personal, Rodrigo Santillán entendió algo fundamental. Había pasado toda su vida midiendo el valor de las personas por su cuenta bancaria, cuando el verdadero valor estaba en el tamaño de su corazón. Y la mujer frente a él, con su uniforme gastado y sus manos trabajadoras tenía un corazón más grande que todos los millonarios que alguna vez llamó amigos. Valeria, tengo que pedirte un favor más, uno muy grande. Dígame.
Mendoza me exige empezar mañana en Tulum. Necesito encontrar un lugar donde vivir cerca de allá, algo barato. Y necesito alguien que cuide de Sebastián mientras trabajo 10 horas diarias. No tengo a nadie más. Tú, Valeria, no lo dejó terminar. Buscaremos juntos un lugar y yo cuidaré de Sebastián, pero con una condición. ¿Cuál? Que me pague un salario justo por cuidar de su hijo.
No quiero caridad, quiero un trabajo digno. Y que entienda que lo hago por el niño, no por lástima hacia usted. Rodrigo sintió un nudo en la garganta. En un mundo que lo había abandonado por no tener dinero, esta mujer le pedía que le pagara por ayudarlo. No por lástima, no por caridad, sino por dignidad suya y de él.
Trato hecho dijo extendiendo su mano. Valeria la estrechó con firmeza. Trato hecho. Esa tarde, mientras buscaban departamentos modestos en Tulum, mientras planeaban una nueva vida construida sobre escombros, mientras Sebastián reía en los brazos de Valeria ante las muecas que Rodrigo le hacía, el exmillonario entendió algo que cambiaría su vida para siempre. Había perdido un imperio, pero había encontrado algo mucho más valioso.
Había encontrado humanidad, la suya propia y la de alguien que le enseñó que la verdadera riqueza no se mide en pesos, sino en la calidad de las personas que permanecen cuando todo lo demás se derrumba. El camino sería largo y difícil. cinco años atado a un hombre que disfrutaría cada momento de su humillación, pero ya no estaría solo.
Y eso descubriría en los días venideros hacía toda la diferencia entre sobrevivir y vivir. El sol se ocultaba sobre el Caribe mientras los tres caminaban por las calles de Playa del Carmen, una extraña familia formada por las circunstancias, unidos no por sangre, sino por algo más fuerte, la lealtad genuina en medio de la adversidad.
Y aunque el futuro era incierto, por primera vez en meses, Rodrigo Santillán se atrevió a sentir algo parecido a la esperanza. El departamento en Tulum era diminuto comparado con la mansión de 500 met²ad donde Rodrigo había vivido. Dos habitaciones pequeñas, un baño con azulejos agrietados, una cocina donde apenas cabían dos personas y una sala que servía también como comedor.
Las paredes mostraban manchas de humedad y el aire acondicionado hacía un ruido ensordecedor cada vez que lo encendían. Pero era suyo, o al menos sería suyo durante los próximos 12 meses, según el contrato de arrendamiento que firmó por 9000 pesos mensuales. No está tan mal, dijo Valeria mientras limpiaba las ventanas con periódico y vinagre, una técnica que había aprendido de su abuela. Con algunas reparaciones y decoración quedará acogedor.
Rodrigo la observaba desde el marco de la puerta, sosteniendo a Sebastián contra su pecho. Tres días habían pasado desde que firmó el contrato con Heriberto Mendoza. Tres días en los que Valeria no se había separado de ellos ni un instante. Había dejado su cuarto de azotea que rentaba por 2,500 pesos para mudarse con ellos, ocupando la segunda habitación, insistiendo en que así podría cuidar mejor de Sebastián.