Las lágrimas le quemaban las mejillas. Su pecho se sacudía con soyozos silenciosos que no podía controlar. Se cubrió la cara con las manos para ahogar cualquier sonido. No sabía cuánto tiempo pasó así. 10 minutos. 30, una hora. Cuando finalmente pudo respirar de nuevo, cuando pudo secarse los ojos con la manga de su camisa arrugada, supo algo con absoluta certeza. Había estado viviendo como un fantasma en su propia casa, trabajando hasta la madrugada, viajando tres semanas al mes, evitando los ojos de sus hijos, porque le recordaban todo lo que había perdido.
Y una mujer de Puebla, con su uniforme sencillo y su voz suave, les había devuelto algo que él ni siquiera sabía que necesitaban. Fehamosam, esperanza. Paz. Sebastián se puso de pie con piernas temblorosas. se miró en el espejo de su estudio. Sus ojos estaban rojos, su corbata torcida, su cabello despeinado. Parecía un hombre que acababa de despertar de una pesadilla de 3 años. Tomó su teléfono y revisó su agenda. tenía una reunión en Nueva York el martes, una conferencia en Sao Paulo el jueves, una cena con inversionistas el sábado.
Uno por uno comenzó a cancelar todo. Su secretaria respondió al tercer mensaje con un signo de interrogación. Sebastián escribió una sola línea. Emergencia familiar. Estaré en casa indefinidamente. Guardó el teléfono en su bolsillo y salió del estudio. La casa estaba en silencio ahora. Eran casi las 9 de la noche. Subió las escaleras sin hacer ruido. La puerta de la recámara de sus hijos estaba entreabierta. Una luz tenue escapaba por la rendija. Se asomó con cuidado. Valeria estaba sentada en una silla entre las tres camas que había juntado contra la pared.
Tenía un libro abierto en su regazo, pero no estaba leyendo. Los tres niños dormían profundamente, sus respiraciones acompasadas y tranquilas. Ella levantó la vista y lo vio observándola. Esta vez Sebastián no huyó. Sebastián ni siquiera levantó la vista de su laptop cuando la mujer entró a su oficina. “Señor Montalvo, le presento a la señorita Valeria Reyes.” La voz de señora Ortiz, su administradora del hogar, sonaba cansada. “Es la candidata para el puesto de niñera.” Ajá. Sebastián siguió escribiendo un correo.
Experiencia. Hubo un silencio incómodo. Tres años cuidando a mis sobrinos en Puebla”, respondió una voz femenina suave. “Soy maestra de primaria, pero la escuela donde trabajaba cerró. Eso hizo que Sebastián levantara la mirada por medio segundo. La mujer frente a él tenía quizás 27 años, cabello oscuro recogido en una trenza simple, vestido sencillo pero limpio, sin maquillaje, sin joyas, manos callosas de quien trabajaba duro, nada impresionante, nada que sugiriera que podría manejar a tres niños de 6 años que habían destruido la cordura de siete niñeras en los últimos 18 meses.