“¿Qué les gustaría hacer hoy?” “Jugar fútbol?”, gritó Mateo. “¿Podemos ir al jardín secreto?”, preguntó Santiago. “¿Me ayudas con la tarea de matemáticas?”, añadió Diego. Valeria es buena, pero tú eres mejor en números. Sebastián miró a Valeria por el espejo retrovisor. Ella asintió con aliento silencioso. “Hagamos todo”, dijo él. “Primero tarea, luego jardín, luego fútbol. Los gritos de emoción casi lo ensordecen. Las siguientes dos semanas fueron las más difíciles y hermosas de la vida de Sebastián. Aprendió que Diego amaba dibujar, pero solo cuando nadie lo presionaba.
que Mateo necesitaba movimiento constante o explotaba de energía, que Santiago escribía pequeños poemas en un cuaderno escondido bajo su almohada. Valeria lo guiaba con paciencia infinita. “No trate de arreglar sus emociones”, le dijo una tarde cuando Diego lloró porque su dibujo no salió como quería. “Solo escuche, solo esté. No sé cómo hacer eso. Siéntese a su lado, ponga su mano en su hombro. Dígale que lo entiende. Sebastián lo intentó. Al principio se sintió forzado, falso, pero Diego se recargó contra él y algo en el pecho de Sebastián se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.
Con Mateo aprendió a jugar, realmente jugar, sin teléfono o sin distracciones. Don Miguel les prestó un balón de fútbol y Sebastián terminó empapado de sudor, riendo como no lo hacía desde su propia infancia. Con Santiago aprendió a ser suave. El niño necesitaba palabras de afirmación constantes. ¿Estás orgulloso de mí, papá? Mucho. Aunque no sea tan bueno en deportes como Mateo. Eres perfecto exactamente como eres. Los ojos de Santiago brillaron como estrellas. La noche del viernes, Valeria preparó una cena familiar, no en el comedor formal que Sebastián nunca usaba, sino en la mesa de la cocina donde Rosa solía darles de comer a los niños.
Es una tradición que tenemos, explicó Valeria. Los viernes cenamos juntos y cada uno dice algo bueno de su semana. Sebastián se sentó en la silla de madera, sintiéndose fuera de lugar en su propia casa. Diego empezó. Mi cosa buena es que papá me ayudó con mi maqueta. Mateo siguió. Mi cosa buena es que jugamos fútbol tres veces. Santiago fue el último. Miró a Sebastián con sus ojos enormes. Mi cosa buena es que papá está en casa. Luego agregó, “Tan bajito que casi no se escuchó.
Te amo, papá.” Sebastián sintió que el mundo se detenía. Ninguno de sus hijos le había dicho eso en cuánto tiempo, “Años, alguna vez.” “Yo”, Su quebró. Disculpen. Se levantó de la mesa y salió de la cocina con pasos rápidos. Cruzó el pasillo, entró a su estudio, cerró la puerta y lloró. Lloró por todos los años perdidos, por todas las noches que no estuvo, por todos los momentos que se perdió, porque tenía miedo de enfrentar su propio fracaso como padre.
Santiago le había dicho que lo amaba y Sebastián ni siquiera había podido responder. Alguien tocó la puerta suavemente. Señor Montalvo, era Valeria. Sebastián se limpió la cara con las mangas de su camisa. Estoy bien, ¿no es cierto? La puerta se abrió. Valeria entró y cerró detrás de ella. Los niños están preocupados. No quería que me vieran así. ¿Por qué no? Sebastián soltó una risa amarga. Porque los padres no lloran frente a sus hijos. Porque se supone que debo ser fuerte.