El millonario llegó sin aviso a su mansión y se enamoró al ver lo que la niñera enseñaba a sus trigemelos. Sebastián Montalvo se quedó paralizado en el umbral de la puerta. Sus manos aún sostenían el maletín de viaje. Su corbata colgaba floja después de 18 horas de vuelo desde Shanghai. Había regresado tres días antes porque las negociaciones terminaron rápido, porque algo en su pecho le había dicho que necesitaba estar en casa. Ahora entendía por qué. En el suelo de la recámara, su nueva niñera estaba arrodillada sobre la alfombra azul.
Su uniforme negro con delantal blanco contrastaba con el piso elegante. Pero no fue eso lo que le robó el aire de los pulmones. Fueron sus hijos. Diego, Mateo y Santiago estaban arrodillados junto a ella, sus pequeñas manos entrelazadas frente a sus pechos, sus ojos cerrados con una paz que Sebastián jamás había visto en sus rostros. Gracias por este día. La voz de la niñera era suave, melodiosa. Gracias por la comida que nos alimenta y el techo que nos protege.
Gracias por la comida, repitieron los tres niños al unísono. Sebastián sintió que sus piernas dejaban de responderle. Ahora díganle a Dios que los hizo felices hoy. Diego abrió un ojo, miró a sus hermanos y lo cerró de nuevo. Me hizo feliz cuando Valeria me enseñó a hacer galletas. Su voz era tímida, pero clara. A mí me hizo feliz jugar en el jardín”, añadió Mateo. Santiago, el más callado de los tres, tardó más en hablar. “A mí me hizo feliz, que ya no tengo miedo en la noche.” El maletín se deslizó de la mano de Sebastián y golpeó el suelo.
