Cuatro pares de ojos idénticos a los suyos.
Alejandro sintió que el mundo se detenía.
—¿Qué demonios significa esto, Elena?
Su voz retumbó en las paredes altas y los cubiertos vibraron sobre la mesa. Los niños dieron un respingo y corrieron a esconderse detrás de la falda de la muchacha, abrazados a sus piernas como cachorros asustados.
—Señor… yo… —Elena temblaba entera, pero se plantó delante de ellos como una leona, abriendo los brazos para protegerlos.
—Le di trabajo, techo, comida —escupió él, avanzando hasta apoyarse en la mesa—. ¿Y así me paga? ¿Convirtiendo mi casa en una guardería clandestina? ¿Quiénes son? ¿De quién son estos niños?
—No… no son extraños, señor —atinó a decir ella—. Y no le estoy robando nada. Ese arroz iba a la basura, la ropa también…
Él ni siquiera la escuchaba. Ahora los tenía de frente, a pocos metros. La semejanza ya no podía negarse. Se obligó a acercarse, movido por una mezcla de ira y algo más oscuro, más profundo.
El niño que estaba más cerca no se escondió del todo. Lo miraba con miedo, sí, pero también con una curiosidad desarmante. Alejandro le tomó el antebrazo casi sin darse cuenta.
La piel era suave, demasiado delgada. Las costillas marcadas se intuían incluso bajo la tela. Y en el antebrazo, justo debajo del codo, vio una mancha café con forma de hoja.
La misma marca de nacimiento que él llevaba desde niño en el mismo lugar.
Alejandro soltó al pequeño como si quemara. Se llevó la mano a su propio brazo, sintiendo la marca bajo la camisa. Aquella mancha era un sello de familia, heredada de su padre, de su abuelo. Siempre pensó que se moriría con él.
—Míreme —dijo, pero ya no gritaba. La voz le salió ronca, casi un susurro peligroso—. Míreme a los ojos, Elena… y dígame la verdad. No me vuelva a mentir.
La muchacha bajó la cabeza. Los hombros le temblaban. El niño al que él había tocado levantó su pequeña mano y señaló el rostro de Alejandro.