El arroz era sencillo, teñido con colorante barato y cúrcuma para parecer más abundante. No era comida de ricos; era comida de supervivencia. Pero los niños lo miraban como si fueran pepitas de oro. Elena repartía con una precisión casi quirúrgica, asegurándose de que cada plato tuviera exactamente la misma cantidad. De vez en cuando les pasaba una servilleta de lino —una con las iniciales de Alejandro bordadas— por la comisura de los labios, y les acariciaba la cabeza con las manos enguantadas con guantes amarillos de limpieza.
Aquella ternura desbordada en su comedor le resultó tan extraña a Alejandro que se quedó clavado en el umbral, invisible para ellos, observando.
Y entonces lo notó.
Cuando el niño que estaba en la punta de la mesa giró la cara para reírse de algo que dijo el de al lado, la luz de la araña iluminó su perfil. Alejandro sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.
Esa nariz. Esa forma de curvar los labios al sonreír. Hasta la manera en que el pequeño sostenía el tenedor, con una elegancia inconsciente que no combinaba con la ropa remendada.
Era como mirarse en un espejo cuarenta años más joven.
Parpadeó, por si era una alucinación provocada por el cansancio. Pero los cuatro eran gotas de agua: el mismo cabello castaño rebelde, los mismos ojos claros, la misma expresión terca que su madre solía decir que “venía de familia”.
El corazón le golpeó el pecho como un animal enjaulado.
¿Quiénes eran esos niños? ¿Qué hacían en su casa? ¿Y por qué… por qué demonios se parecían tanto a él?
Dio un paso. El crujido leve de sus zapatos italianos bastó para romper el hechizo.
Elena se tensó como si le hubieran disparado. La cuchara se detuvo en el aire. Giró la cabeza muy despacio, pálida, y sus ojos se encontraron con los de él. El marrón asustado contra el azul gélido.
Los niños dejaron de masticar y, uno a uno, miraron hacia la puerta.