Mi tío acababa de salir en libertad, y mientras toda la familia le daba la espalda, solo mi madre abrió los brazos para recibirlo…

Desde entonces, mi tío vivió en la vieja habitación de papá. Cada mañana salía a trabajar; por la tarde arreglaba la cerca, barría el patio y cuidaba las plantas del jardín.
Una vez lo vi sembrando algo y le pregunté qué era. Él sonrió y dijo:

—Lo que planto aquí… alimentará a los buenos corazones.

No entendí del todo, así que solo reí.

Tiempo después, la vida volvió a golpearnos: perdí mi trabajo y mamá cayó gravemente enferma. Las deudas por las medicinas nos ahogaban. Una noche, sentado en la oscuridad, pensaba en vender la casa cuando mi tío se me acercó. Se sentó en silencio y me dijo con voz serena:

—Cuando murió mi hermano, tu madre fue la única que me aceptó. Ahora es mi turno de devolverle el bien. Prepárate y ven conmigo. No hagas preguntas.

Al día siguiente, nos llevó en su viejo coche.
Viajamos por un camino que subía entre montañas hasta llegar a una vasta tierra rodeada de árboles. En el centro había una sencilla casa de madera, rodeada de flores.

—¿De quién es esto, tío? —pregunté.
—Nuestro —respondió—. Es para la familia.

Después de salir de prisión, había trabajado en distintos lugares, ahorrando poco a poco hasta comprar ese terreno. Durante diez años lo cultivó, construyó la casa, pero nunca se lo contó a nadie.
Mi madre lloró, y yo la abracé sin poder decir palabra.

Leave a Comment