Mi tío acababa de salir en libertad, y mientras toda la familia le daba la espalda, solo mi madre abrió los brazos para recibirlo…

—Tío, ¿por qué no usaste ese dinero para ti? —pregunté.
—No necesito mucho —contestó—. Aprendí que cuando uno se equivoca, lo único que necesita es alguien que siga creyendo en su bondad. Esto es mi manera de devolver esa confianza.

Pasaron los días. Mamá se recuperó, quizá gracias al aire fresco y a las dulces frutas del huerto. Yo ayudaba a venderlas a los viajeros.
Decían: “Estas frutas tienen un sabor distinto, más dulce.”
Mi tío sonreía y respondía:

—Porque fueron sembradas con gratitud.

Un día encontré en un rincón de la casa una vieja caja de madera.
Grabado en la tapa decía: “Si estás leyendo esto, significa que ya descanso en paz.”
La abrí. Dentro estaba el título de propiedad a mi nombre y una carta:

“No soy bueno con las palabras, por eso sembré. Gracias a ti y a tu madre por no rechazarme cuando todos lo hicieron. No teman cometer errores; teman perder la bondad del corazón.”

No pude terminar de leerla… las lágrimas me lo impidieron.

Meses después, mi tío enfermó. Cáncer terminal, dijo el médico.
En su último momento en el hospital, tomó la mano de mi madre y murmuró débilmente:

—Hermana… qué pena no ver a Tin (yo) casarse. Pero me voy feliz. Sé que ahora entiende lo que es vivir bien.

Mi tío murió una tarde tranquila.
El velorio fue sencillo: sin flores, sin lujos, solo unos pocos vecinos asistieron.

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