Diez años después, mi tío recuperó la libertad.
—Aléjense de él —advirtieron los familiares—. No queremos compartir su vergüenza.

Pero mi madre, una mujer acostumbrada al sufrimiento, respondió:
—Sigue siendo hermano de tu padre. Es nuestra sangre, pase lo que pase.
Vi a mi tío frente al portón —delgado, con una mochila rota al hombro.
Mi madre sonrió y abrió la puerta:
—Entra, hermano. En esta casa siempre habrá un lugar para ti.