Mi madre.
Margaret Thompson había sido una estrella en ascenso en el bufete de abogados Preston & Associates cuando conoció a mi padre en 1989. Acababa de ganar un caso histórico de discriminación. Su nombre estaba en el Seattle Times y tres bufetes la cortejaban para puestos de socia.
Entonces se enamoró del encanto de Robert Thompson, de sus promesas, de su visión de una familia perfecta.
En un año, había cambiado su maletín por un delantal, su sala de tribunal por una cocina, creyendo que estaba eligiendo el amor.
Treinta y cinco años después, mi madre no controlaba nada.
Ni la herencia de doce millones de dólares de su madre que Robert había “invertido” para nuestro futuro.
Ni las cuentas domésticas que él monitoreaba porque “nunca fuiste buena con los números, querida”.
Ni siquiera el auto a su nombre que requería su firma para cualquier mantenimiento superior a quinientos dólares.
La había visto encogerse a lo largo de los años, de la mujer feroz que luchaba por la justicia a alguien que se disculpaba por existir.
En 2019, había reunido suficiente coraje para mencionar el divorcio después de encontrar lápiz labial en su cuello… no de su tono.
La respuesta de Robert fue una clase magistral de manipulación psicológica. Lloró —realmente lloró— jurando que no significaba nada, que ella era todo su mundo, que moriría sin ella. Luego vinieron las amenazas sutiles envueltas en preocupación.
¿Quién te cuidaría? No has trabajado en décadas. ¿Realmente quieres estar sola a tu edad?
Se quedó. Por supuesto que se quedó. ¿A dónde más iría?