Pero en silencio, persistentemente, lo cambió todo.
Cuando mi vieja bicicleta se rompió, él la arregló.
Cuando mis sandalias se romaron, las parcheó.
Cuando me intimidaron, no me regañó como lo hizo mi madre. En cambio, se subió a su bicicleta oxidada, pedaleó a la escuela y esperó afuera. Después, en el viaje a casa, solo dijo: – «No te obligaré a llamarme padre. Pero debes saber esto: Tatay siempre estará detrás de ti si lo necesitas».
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Esa noche, susurré la palabra Tatay. Y a partir de entonces, él fue mío.
Parte II – Lecciones de manos callosas
Mi infancia no se definió por la riqueza, sino por su presencia tranquila. Nunca tuvo mucho, pero lo dio todo.
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Todas las noches, sin importar lo cansado que estuviera, venía a casa y preguntaba:
— «¿Cómo estuvo la escuela hoy?»
No podía ayudarme con el álgebra, no podía diseccionar poemas o explicar teorías científicas. Pero él podría enseñarme la lección más importante de todas:
—
«Puede que no seas el mejor en clase, pero estudia bien. Dondequiera que vayas, la gente respetará tu conocimiento».
Nuestra familia vivía de muy poco. Mi madre cultivaba los campos, llevaba sacos de cemento y vigas de acero soldadas. Sin embargo, cuando soñé tranquilamente con la universidad, ambos lloraron, no por miedo, sino por orgullo.
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Cuando aprobé el examen de ingreso a una universidad en Manila, mi madre lloró abiertamente. Tatay se sentó en la terraza, fumando un cigarrillo barato, en silencio pero brillando de orgullo.
Al día siguiente, vendió su única motocicleta. Con ese dinero y los escasos ahorros de mi abuela, juntaron lo suficiente como para enviarme a la escuela.
Parte III – El viaje a Manila