No desperdicie. Leí esas palabras y algo dentro de mí murió, pero al mismo tiempo algo más despertó. Abrí el refrigerador. Ahí estaban. Un pollo rostizado a medio comer de anteayer, arroz del lunes, verduras que yo había comprado y cocinado, sobras. Eso era lo que me merecía según ellos, sus obras, su desprecio envuelto en palabras educadas. Cerré el refrigerador, respiré profundo y escribí mi respuesta. Okay, dos letras nada más. Pero en esas dos letras había una decisión que venía tomando forma en mi cabeza desde hacía meses, desde la primera vez que Valeria me trató como sirvienta,
desde que Rodrigo dejó de defenderme, desde que entendí que había entregado mi vida entera por una familia que ya no me veía como parte de ella. Subí a mi cuarto, abrí el closet y saqué la maleta. Porque lo que ellos no sabían, lo que jamás imaginarían mientras brindaban con vinos de 3200 pesos la botella, es que yo llevaba 6 meses preparándome para este momento. 6 meses guardando documentos, grabando conversaciones, tomando fotografías, construyendo un caso, porque resulta que esta suegra invisible, esta sirvienta sin sueldo, esta mujer de 68 años que trataron como trapo de cocina, tenía las escrituras de la casa y nunca jamás las había transferido al nombre de Rodrigo.
Esta casa era mía legalmente, completamente mía. Y ellos estaban a punto de descubrirlo de la peor manera posible. Saqué la maleta grande del closet, esa que usamos Ernesto y yo, para nuestro último viaje a Oaxaca. Todavía tenía la etiqueta del hotel pegada en la esquina. La puse sobre la cama y comencé a llenarla con mi ropa, mis zapatos, las fotografías de mi esposo que guardaba en el buró. Pero antes de doblar la primera blusa me detuve porque esto no podía ser solo un berrinche, no podía ser una salida dramática que terminaría conmigo rogando volver en una semana.
Esto tenía que ser definitivo, calculado, justo. Caminé hasta el fondo del closet y moví las cajas de zapatos que nunca uso. Detrás de ellas, envuelto en una bolsa de plástico, estaba mi costurero antiguo, ese que mi madre me regaló cuando me casé. Lo abrí y saqué lo que había escondido ahí durante meses. Una libreta de pasta dura con espiral metálico. En esa libreta estaba todo. Cada peso que invertí en esta casa desde el día que nos mudamos, cada recibo, cada comprobante, tr años de mi vida documentados con la letra temblorosa de una mujer que presentía que algún día los necesitaría.
Pasé las páginas lentamente. Agosto 2022. Enganche de la casa, 680,000es. Septiembre 2022. Refrigerador nuevo 18,900es. Lavadora y secadora, 24,500es. Octubre 2022. Juego de sala. Porque Valeria dijo que el que traían de su departamento estaba muy viejo. 32,000 pes. Noviembre 2022. Reparación de la tubería que se reventó 8,700es. La lista seguía y seguía y seguía. Pantalla de 55 pulgadas para la sala, 22,000 pes. Colchones nuevos para las recámaras 38,000. La remodelación del baño principal que Valeria quería urgentemente, 65,000 pesos.
Y luego estaban los gastos mensuales, porque Rodrigo solo pagaba 4800 pesos de mensualidad. Eso era lo que le alcanzaba después de su sueldo, pero la hipoteca real era de 14,000 pesos mensuales. ¿Quién ponía los otros 9200? Yo. Cada mes sin falta durante 3 años. De mi pensión de viuda, que era de 16,000 pesos mensuales, yo aportaba 9200 para mantener la casa donde vivía como sirvienta. Hice las cuentas rápido en la última página de mi libreta. Enganche y muebles iniciales 847 300.
Aportaciones mensuales a la hipoteca 36 meses x 9200 331 200es. Reparaciones, mejoras y gastos extras 189,500es. Total invertido, 1368,000 pes 1,368,000 pesos. Casi todo lo que recibí de la venta de mi casa de Coyoacán. Todo lo que Ernesto y yo construimos durante 42 años de matrimonio, invertido en una casa donde me trataban peor que a una extraña, pero lo más importante, lo que me daba el verdadero poder, estaba guardado en el fondo del costurero. Metí la mano y saqué un sobre manila amarillento.