—“Tu vestido no encaja con mi estética.”
La frase cayó como un bofetón.
Me llamo Margarita Álvarez, tengo setenta años y esa noche estaba sentada —apenas sentada— en el borde de un sofá blanco de cuero italiano en la nueva casa de mi hijo Ricardo y su esposa Bella Moreno, en las afueras de Madrid. Una mansión de cristal y acero, cinco millones de euros, bautizada por ellos como La Caja de Vidrio.
Yo intentaba no tocar nada. No dejar marca. No existir demasiado.
La fiesta de inauguración estaba llena de copas de champán, risas falsas y gente joven vestida de negro, beige y blanco. Todo combinaba. Todo, menos yo.
Bella se acercó con una sonrisa tensa, los tacones resonando como advertencia.
—¿Qué estás haciendo, Margarita? —susurró con veneno—. ¿Te has sentado en el sofá Cloud?
—Estoy… descansando —respondí con suavidad—. Me duele la cadera.
—¡Ricardo! —gritó ella—. ¡Tu madre está ensuciando el sofá!
Mi hijo apareció de inmediato, incómodo, mirando más a su esposa que a mí.
—Mamá… quizá podrías levantarte. O salir al jardín.