—Estoy cansada, hijo.
Bella perdió la paciencia. Su mano, firme y sin dudar, se apoyó en mi hombro… y empujó.
Resbalé del sofá y caí al suelo de hormigón pulido. El golpe fue seco. Sentí un crujido en la cadera y el aire se me escapó del pecho. La música se detuvo. Todos miraban.
—Solo te invitamos por cortesía —dijo Bella en voz alta, sin vergüenza—. Pero sinceramente, no encajas. Tu ropa es aburrida. No deberías quedarte mucho.
Ricardo intentó ayudarme a levantarme, pero Bella le apartó la mano.
—Que se levante sola.
Me incorporé despacio, con dolor, pero con dignidad. Sonreí.
—Disfrútalo mientras puedas, Bella —dije con calma—. Nada permanece cuando no se ha pagado con dinero propio.
Ella rió, creyendo que era una vieja delirante.
Yo no expliqué nada. Me fui.
Esa misma noche, entré en mi oficina privada por primera vez en años y marqué un número que no usaba desde hacía décadas.
Porque el sofá blanco no era lo único que no sabían de mí.