Y por primera vez en mucho tiempo, lo creí.
Construimos una familia de verdad: no una familia desinfectada para redes sociales, sino auténtica. Pronto nació nuestra pequeña, con mis ojos y su sonrisa. Por fin encontré la felicidad que me habían robado.
Entonces, un día, el destino me ofreció el cierre perfecto a este viejo capítulo.
Conducía a casa del trabajo, ansiosa por reencontrarme con mi esposo y mi hija, y me detuve en una gasolinera. Casi desierta, solo las luces de neón parpadeaban en el silencio.
Y los vi: Mikhail y Anna.
No quedaba nada de su antiguo esplendor: ropa barata, un coche destrozado. Dentro, se oía el llanto de un bebé. Anna, con el rostro desencajado por la ira, mecía al niño.
Mikha
Estaba en la caja, su tarjeta provocó el primer rechazo. Luego el segundo.
Se pasó la mano por el pelo revuelto.
“Inténtalo de nuevo”, refunfuñó.
“Señor, ya lo ha intentado tres veces”, respondió el cansado cajero.
Anna se acercó, suspirando:
“¿Ni siquiera tenemos para gasolina?”