—Lo que tenía que decir, que eres muy frágil y te lastimas fácilmente, pero me hiciste quedar como un mal marido frente a todo el mundo.
Ricardo se acercó lentamente y Camila instintivamente retrocedió protegiendo a Leonardo.
—No vuelvas a hacerme pasar vergüenzas así, ¿entendiste?
—Sí, Ricardo. Sí.
—¿Qué?
—Sí, mi amor —corrigió Camila con la voz quebrada.
En ese momento, tres golpes firmes sonaron en la puerta principal. No era el toque casual de un vecino, sino el llamado autoritario de alguien acostumbrado a ser obedecido.
Ricardo frunció el ceño, no esperaba visitas. Abrió la puerta y su expresión cambió inmediatamente. Frente a él estaba su padre, Miguel Mendoza, un hombre de 65 años con la postura erguida que solo dan los años de servicio militar. Sus ojos grises, idénticos a los de Ricardo pero llenos de una honestidad que su hijo jamás había poseído, lo examinaron de arriba a abajo.
—Papá, qué sorpresa —dijo Ricardo tratando de sonar casual—. No te esperaba.
—Vengo a ver a mi nuera y a conocer a mi nieto —respondió Miguel entrando sin esperar invitación.
El sargento retirado caminó hacia la cocina donde Camila intentaba desaparecer entre las sombras. Cuando Miguel la vio, sus años de experiencia en el ejército le permitieron identificar inmediatamente lo que su hijo había tratado de ocultar. A pesar del maquillaje, los signos eran evidentes para alguien entrenado en reconocer la violencia: la postura defensiva, los ojos que evitaban el contacto directo, la manera en que sostenía al bebé como un escudo y especialmente el ligero temblor en sus manos.
—Hola, Camila —dijo Miguel con voz suave—. ¿Cómo te sientes, hija?
Era la primera vez en meses que alguien le preguntaba cómo se sentía con genuina preocupación. Los ojos de Camila se llenaron de lágrimas que luchó por contener.
—Bien, señor Miguel, gracias por preguntar.
Pero Miguel Mendoza no había llegado al rango de sargento por ser ingenuo. Sus ojos experimentados notaron cada detalle: el maquillaje aplicado de manera extraña en un solo lado del rostro, la forma en que Camila se mantenía alejada de Ricardo y la tensión que llenaba el ambiente como una nube tóxica. Lo que más lo alertó fue la reacción de su propio hijo. Ricardo sudaba y no podía mantener contacto visual, comportándose exactamente como los reclutas que tenían algo que ocultar.
—¿Puedo cargar a mi nieto? —preguntó Miguel extendiendo sus brazos.
Camila miró nerviosamente hacia Ricardo, quien asintió con rigidez. Cuando ella se acercó para entregarle al bebé, Miguel vio claramente lo que ningún maquillaje podía ocultar completamente: una marca rojiza en el cuello, como si alguien la hubiera agarrado con fuerza.
El sargento retirado sintió que la sangre se le helaba en las venas. En sus 40 años de servicio militar había visto suficiente violencia, pero nunca pensó que la encontraría en su propia familia.
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