El llanto de un recién nacido llenaba la habitación 212 del Hospital General de Guadalajara. Camila Herrera, con apenas 24 años, sostenía a su hijo entre brazos temblorosos. El agotamiento de un parto difícil de catorce horas se reflejaba en su rostro pálido. “Es precioso, mi amor”, susurró acariciando la mejilla rosada del bebé. “Se parece tanto a ti, Ricardo.”
Ricardo Mendoza, corpulento, de 32 años, permanecía de pie, serio, con una expresión extraña en sus ojos oscuros. Sus manos callosas se cerraban en puños a los costados. Algo lo inquietaba profundamente.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó con voz áspera—. Todas las mujeres paren más rápido. Mi madre tuvo cinco hijos y nunca se quejó tanto como tú.
Camila sintió un escalofrío. Conocía esa voz. Era la misma que usaba cuando estaba a punto de explotar.
En ese momento, la enfermera Sofía Ramírez, una mujer de mediana edad, entró para revisar los signos vitales de la nueva madre.
—Señora Mendoza, su presión está un poco alta. Es normal después del parto, pero necesita descansar —dijo con profesionalismo, aunque notó la tensión en el ambiente.
Ricardo murmuró, caminando hacia la ventana:
—Ella siempre exagera todo. Seguramente se está haciendo la víctima para que la atiendan más.
Sofía frunció el ceño. En sus años de trabajo había visto muchos tipos de maridos, pero algo en la actitud de ese hombre le causaba inquietud.
Camila bajó la mirada, apretando más fuerte a su bebé.
—Ricardo, por favor, estoy muy cansada.
—¿Cansada? —se burló él, volteándose bruscamente—. Yo trabajo doce horas bajo el sol para mantener esta casa y tú te cansas por hacer lo que todas las mujeres hacen naturalmente.
El pequeño Leonardo comenzó a llorar más fuerte, como si sintiera la tensión de sus padres. Camila intentó calmarlo meciéndolo suavemente, pero sus manos temblaban.
—Hazlo callar —ordenó Ricardo acercándose a la cama—. No soporto ese ruido.
—Está recién nacido, mi amor. Es normal que llore —explicó Camila con voz quebrada.
—No me digas lo que es normal. Tú no sabes nada de criar hijos.
La enfermera Sofía se quedó más tiempo del necesario, organizando instrumentos que ya estaban perfectamente ordenados. Su instinto le decía que no debía dejar sola a esa joven madre.
De repente, Ricardo explotó:
—Dale el pecho. ¿No ves que tiene hambre? Haz algo útil por una vez en tu vida.
Camila, nerviosa, intentó acomodar al bebé para amamantarlo, pero sus manos temblorosas y el agotamiento la traicionaron. El niño seguía llorando.
—No puedes hacer ni esto bien —gritó Ricardo, perdiendo completamente el control.