MI MARIDO ME GOLPEÓ EN EL HOSPITAL JUSTO DESPUÉS DE DAR A LUZ… PERO NO ESPERABA LA VENGANZA QUE…

Lo que pasó después sucedió en cámara lenta. Ricardo levantó su mano derecha y la descargó con fuerza contra la mejilla izquierda de Camila. El sonido del golpe resonó como un trueno en la habitación del hospital. Camila cayó hacia un lado, protegiendo instintivamente a su bebé. Su mejilla se enrojeció al instante y una pequeña línea de sangre apareció donde el anillo de bodas de Ricardo había cortado su piel.

La enfermera Sofía se quedó paralizada por unos segundos sin poder creer lo que acababa de presenciar. Después reaccionó como una leona defendiendo a sus crías.

—¡Señor, ¿qué está haciendo?! —gritó corriendo hacia Camila—. Acaba de golpear a una mujer que dio a luz hace apenas tres horas.

Ricardo, al darse cuenta de lo que había hecho frente a un testigo, cambió inmediatamente su expresión. Su rostro se suavizó y adoptó una máscara de preocupación falsa.

—Fue un accidente —mintió descaradamente—. Ella se mareó y traté de sostenerla, pero mi mano resbaló.

—¿Un accidente? —preguntó la enfermera incrédula—. Yo vi claramente cómo usted le pegó.

—Usted está confundida —insistió Ricardo acercándose a Camila con falsa ternura—. Mi esposa está muy débil. Pregúntele a ella.

Todas las miradas se dirigieron hacia Camila. La joven madre, con el bebé aún en brazos y la mejilla hinchándose rápidamente, levantó sus ojos llenos de lágrimas. Por un momento, la enfermera Sofía creyó que diría la verdad, pero entonces Camila habló con voz apenas audible:

—Fue… fue un accidente. Yo me mareé.

Sofía sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sabía perfectamente lo que había visto, pero también entendía el miedo en los ojos de esa mujer.

Ricardo sonrió con satisfacción, sabiendo que una vez más había conseguido que su esposa lo protegiera de las consecuencias de su violencia.

—Ve, mi esposa está muy sensible después del parto. A veces las mujeres se imaginan cosas —dijo con cinismo—. Solo necesita descansar.

Pero lo que Ricardo no sabía era que en el pasillo del hospital, observando todo a través del cristal de la puerta, estaba alguien que cambiaría su vida para siempre: su propio padre, el sargento retirado Miguel Mendoza, un hombre de honor que acababa de presenciar la verdadera naturaleza de su hijo.

Tres días habían pasado desde aquel terrible momento en el hospital. Camila se encontraba en su pequeña casa de la colonia Constitución en Guadalajara, sentada en una silla de madera junto a la ventana, meciendo suavemente a Leonardo mientras observaba las nubes grises que anunciaban lluvia. Su mejilla izquierda aún mostraba los restos de la hinchazón y una mancha violácea se extendía desde su pómulo hasta cerca de la oreja. Con movimientos automáticos tomó su estuche de maquillaje y comenzó a aplicar base y corrector sobre la marca. Era una rutina que conocía demasiado bien.

Seis meses atrás, la cocina de la casa olía a frijoles refritos y tortillas recién hechas. Camila, entonces embarazada de tres meses, preparaba la cena mientras esperaba que Ricardo regresara de su trabajo en la constructora. Sus manos acariciaban su pequeño vientre con ternura.

—Ya casi llega papá, pequeñito —susurraba al bebé que aún no nacía.

La puerta se azotó con violencia. Ricardo entró como una tormenta, con el rostro enrojecido por el alcohol y la furia.

—¿Dónde está mi cena? —gritó tirando su casco de construcción al suelo.

—Ya está lista, mi amor. Solo estoy calentando las tortillas —respondió Camila, nerviosa.

—Tres horas esperando. Trabajo como burro y no puedes tener lista una simple comida.

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