Me explicó que el bebé tenía una irritación severa en la piel, provocada por un pañal mal ajustado sumado a una reacción alérgica al jabón que probablemente sus padres habían empezado a usar recientemente. Lo que yo había visto, que me había parecido tan alarmante, era la inflamación de la piel mezclada con un leve sangrado superficial debido al roce.
—No es grave, pero sí muy molesto para un bebé tan pequeño —añadió el médico—. Estaba sufriendo mucho.
Un enorme alivio me recorrió el cuerpo, pero al mismo tiempo, una punzada de preocupación: ¿lo sabrían los padres? ¿Habían notado algo antes?
Minutos después me permitieron entrar en la sala. El bebé estaba más tranquilo, con una crema especial aplicada y un vendaje suave. Lo tomé en brazos con una mezcla de ternura y culpa. Le acaricié la cabeza mientras dormía por fin.
Poco después, mis hijos llegaron corriendo, pálidos y asustados. Les conté lo ocurrido con calma, y aunque se sintieron culpables, los médicos les explicaron que era una reacción difícil de prever. Pasamos un buen rato juntos, aliviados de que todo quedara en un susto.
Pero justo cuando creíamos que la noche terminaría ahí… el médico regresó con un gesto que volvió a tensar el ambiente.
—Hay algo más que debemos hablar —dijo.
Y entonces supe que lo peor aún no había terminado.
El médico nos pidió que lo acompañáramos a una pequeña sala destinada a las consultas más complejas. Mis hijos y yo obedecimos en silencio, con la inquietud clavada en el pecho. El bebé estaba estable y atendido, así que al menos no teníamos que preocuparnos por él en ese momento. Pero la mirada del doctor era demasiado seria como para ignorarla.