Mi hijo y su esposa me pidieron que cuidara a su bebé de dos meses mientras ellos iban de compras. Pero, por más que lo abrazaba, el pequeño no dejaba de llorar desesperadamente. Algo no iba bien. Cuando levanté su ropa para revisar el pañal, me quedé paralizado. Había… algo increíble. Mis manos empezaron a temblar. Tomé a mi nieto rápidamente y salí corriendo hacia el hospital.

—No se alarmen —comenzó—, pero durante la revisión encontramos otro detalle que debemos vigilar.

Nos explicó que el bebé tenía una pequeña hernia inguinal incipiente, algo relativamente frecuente en recién nacidos, pero que, si no se detectaba a tiempo, podía provocar dolor intenso, como el que él había estado manifestando. Por suerte, no estaba estrangulada ni requería cirugía urgente, pero sí un seguimiento cercano.

Mi hijo se llevó las manos al rostro. Su esposa, con la voz temblorosa, preguntó si habían hecho algo mal. El pediatra negó con suavidad.

—No es culpa de nadie. Estas cosas pasan, y lo importante es que su padre —dijo señalándome— actuó rápido y correctamente. Gracias a eso, podremos tratarlo sin complicaciones.

Sentí que el corazón me recuperaba su ritmo. No había sido una negligencia, ni un accidente grave fuera de control; había sido simplemente la vida, con sus imprevistos y fragilidades.

Cuando volvimos a ver al bebé, dormía profundamente, con la respiración suave y tranquila. Mi nuera lo tomó en brazos con lágrimas silenciosas de alivio. Mi hijo me puso una mano en el hombro.

—Papá… gracias. No sé qué habríamos hecho si no hubieras estado allí.

Leave a Comment