Mi hijo y su esposa me pidieron que cuidara a su bebé de dos meses mientras ellos iban de compras. Pero, por más que lo abrazaba, el pequeño no dejaba de llorar desesperadamente. Algo no iba bien. Cuando levanté su ropa para revisar el pañal, me quedé paralizado. Había… algo increíble. Mis manos empezaron a temblar. Tomé a mi nieto rápidamente y salí corriendo hacia el hospital.

El taxi avanzaba rápido por la Castellana, pero para mí cada semáforo parecía eterno. Intentaba calmar al bebé acariciando su frente, murmurando palabras tranquilizadoras, pero su llanto seguía siendo un grito desgarrado que me partía el alma. El conductor, al oírlo, aumentó la velocidad sin que yo se lo pidiera.

—Tranquilo, señor, llegaremos enseguida —me dijo mirando por el retrovisor.

Apenas llegamos al Hospital Clínico San Carlos, bajé corriendo hacia urgencias. Las puertas automáticas se abrieron de golpe y una enfermera se acercó inmediatamente al ver mi expresión desencajada.

—Es mi nieto… está llorando desde hace horas… y he visto algo extraño… por favor, ayúdenle —alcancé a decir, casi sin aliento.

La enfermera tomó al bebé con suavidad y me acompañó a un box de revisión. En pocos segundos aparecieron dos pediatras. Les expliqué lo que había visto al revisar su pañal, intentando no entrar en detalles confusos por los nervios. Ellos me pidieron que esperara fuera mientras examinaban al pequeño.

Aquellos minutos fueron interminables. Caminaba de un lado a otro en el pasillo, sintiendo cómo el peso de la responsabilidad se hacía cada vez más grande. ¿Cómo era posible que yo, que solo debía cuidarlo unas horas, estuviera viviendo aquella situación? ¿Cómo no había visto antes lo que pasaba?

Finalmente, uno de los doctores salió. Su rostro era serio, pero no alarmante.

—Su nieto está estable, pero ha sido muy bueno que lo trajera rápido —me dijo.

Leave a Comment