Mi HIJO OLVIDÓ COLGAR… ESCUCHÉ LO PEOR — y entonces TOMÉ la decisión que cambió nuestras vidas para siempre…

Mi hijo olvidó Colgar. Escuché lo peor y entonces decidí hacer algo que él nunca imaginó. Era martes, como cualquier otro martes de estos últimos meses desde que Fernando se fue. El reloj de la cocina marcaba las 3:30 de la tarde. Esa hora en la que el silencio de la casa se vuelve más pesado y los recuerdos llegan sin avisar. Decidí llamar a Roberto, mi hijo del medio, el que siempre había sido más cariñoso conmigo después de que su papá muriera.

Marqué el número que me sabía de memoria y esperé una, dos, tres tonadas, hasta que su voz familiar me tranquilizó el alma. Aló, mamá. Hola, mi amor. ¿Cómo estás? Solo quería escuchar tu voz un ratito. Ay, mamá, qué bueno que llamas. Estaba justamente pensando en ti. ¿Cómo te sientes hoy? ¿Ya te tomaste las pastillas de la presión? Roberto siempre preguntaba por mis medicamentos. Desde que Fernando murió el año pasado, él había asumido el papel de cuidarme, aunque yo a mis 75 años todavía me las arreglaba perfectamente sola.

Bueno, casi perfectamente. Sí, mi cielo. Ya me las tomé con el desayuno. ¿Y Marina? ¿Y los nietos? Todos bien, mamá. Los niños están en el colegio todavía. Oye, ¿ya pensaste en lo que hablamos la semana pasada? Lo de la residencia. Ahí estaba otra vez el tema, la famosa residencia Villa Esperanza, que Roberto había mencionado varias veces en las últimas semanas. Según él, era un lugar hermoso, con jardines y actividades para gente de mi edad, donde yo tendría mejor cuidado médico y no estaría tan sola.

Roberto, hijo, ya te dije que estoy bien aquí en mi casa. Esta casa la compramos tu papá y yo hace 40 años. Aquí los crié ustedes tres. Aquí está mi vida entera. Lo sé, mamá, lo sé. Pero es que Marina y yo nos preocupamos mucho. Vives sola, tienes la diabetes, la presión alta y si te pasa algo, no me va a pasar nada, Roberto. Tengo a la señora Carmen que viene a limpiar dos veces por semana, al doctor García que me visita cada mes y ustedes que me llaman.

Estoy perfectamente bien. Bueno, bueno, no te molestes. Después hablamos mejor de esto. Sí. Ahora tengo que resolver unas cosas aquí del trabajo. Te amo, mamá. Yo también te amo, mi amor. Salúdame a Marina y a los nietos. Claro, mamá. Hasta luego. Y aquí fue cuando mi mundo se derrumbó. Esperé el sonido del teléfono al cortarse, ese click familiar que indica que la llamada terminó, pero nunca llegó. En su lugar escuché ruidos de fondo, pasos alejándose del teléfono, el sonido de una puerta que se abría y luego la voz de Marina, clara como si estuviera hablando directamente conmigo.

¿Ya terminaste de hablar con la vieja? Me quedé helada con el auricular pegado a la oreja, sin atreverme ni siquiera a respirar fuerte. La vieja, así me había dicho después de 15 años de matrimonio con mi hijo, después de que yo la había recibido en la familia como a una hija más, después de cuidar a sus hijos cuando ella necesitaba trabajar, después de prepararle comidas cuando estaba embarazada y no podía ni ver la cocina, así me llamaba cuando pensaba que no podía escucharla.

Leave a Comment