Mi hijo nunca apareció para recogerme del hospital, por más veces que lo llamé. Preocupada de que algo terrible hubiera ocurrido, soporté el dolor de mis heridas, tomé un taxi a casa… y encontré las cerraduras cambiadas. Había una nota en la puerta que decía: “No vuelvas. Aquí no hay lugar para una sanguijuela.” No derramé una lágrima. No protesté. Porque mi difunto esposo me dejó un último arma secreta… y estoy a punto de usarla para cambiarlo todo.

Al día siguiente, tras dormir pocas horas y con el dolor todavía punzando en cada movimiento, me dirigí al banco cuyo nombre aparecía en los documentos de Martín. Pedí hablar con el asesor asignado a su cuenta. Me hicieron esperar casi una hora hasta que una mujer joven de traje oscuro me pidió que la acompañara a una pequeña sala privada.

—Señora Estrada —dijo después de confirmar mi identidad—, su esposo dejó instrucciones muy específicas. Sin embargo, ayer hubo un intento de acceso no autorizado a los archivos de la cuenta. Creemos que fue su hijo.

Asentí con pesar.

—Lo imaginaba. Necesito saber si él… solicitó préstamos o si alguien lo está presionando.

La mujer dudó. Luego abrió un expediente y me mostró algunos documentos.

—Hace seis meses, su hijo intentó usar como aval un bien que ya no estaba legalmente a su nombre desde que su esposo lo transfirió a usted. Fue rechazado. Desde entonces ha estado insistiendo. Y la semana pasada, dos hombres vinieron en su nombre, exigiendo información sobre los fondos de su esposo. Tuvimos que llamar a seguridad.

Mis sospechas se confirmaban. Mi hijo estaba metido hasta el cuello con personas que no conocían la palabra “límite”. Y en su desesperación, había decidido que yo era el obstáculo.

Al salir del banco, me temblaban las manos. No sabía si el dolor que sentía era físico o emocional. Pero una cosa estaba clara: si no hacía algo, él seguiría hundiéndose… y arrastraría todo a su paso.

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