Mi hijo nunca apareció para recogerme del hospital, por más veces que lo llamé. Preocupada de que algo terrible hubiera ocurrido, soporté el dolor de mis heridas, tomé un taxi a casa… y encontré las cerraduras cambiadas. Había una nota en la puerta que decía: “No vuelvas. Aquí no hay lugar para una sanguijuela.” No derramé una lágrima. No protesté. Porque mi difunto esposo me dejó un último arma secreta… y estoy a punto de usarla para cambiarlo todo.

Llamé a Rosa. Ella aceptó reunirse conmigo en una cafetería cercana. Me saludó con un abrazo fuerte.

—Lo vi salir hace una hora —me dijo—. Estaba alterado, hablando solo, diciendo que “no iba a perderlo todo por culpa de una vieja”.

Me mordí el labio para no llorar.

—Rosa… si te digo que Martín me dejó documentos que pueden protegerme, ¿crees que debería usarlos?

—Tienes que hacerlo —respondió sin dudar—. Pero también tienes que hablar con él. Está perdido. No te odia. Solo está… asustado.

Sabía que tenía razón. Pero también sabía que mi hijo no escucharía mientras estuviera rodeado de esa gente. Tenía que hacerlo en un lugar neutral, seguro.

Esa tarde le envié un mensaje breve:

“Necesitamos hablar. Solo tú y yo. Mañana, 10 a.m., cafetería El Molino. Si no vienes, tomaré medidas legales.”

La respuesta no llegó.

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