Martín había sido sumamente discreto con sus finanzas, pero antes de morir me había entregado una carpeta cerrada, diciéndome que solo la usara “si un día las cosas se retorcían”. En ese momento pensé que exageraba. Al fin y al cabo, siempre habíamos vivido modestamente. Pero ahora entendía.
Me levanté con dificultad y abrí mi mochila. Saqué la carpeta cerrada con cinta adhesiva. Tenía escrito mi nombre. La abrí con cuidado.
Dentro había estados bancarios, copias de inversiones, documentos legales y una carta escrita a mano. Me senté, el corazón acelerado, y empecé a leerla.
“Si lees esto, es porque nuestro hijo tomó un camino que no vi venir. Ten cuidado. Se ha rodeado de personas peligrosas. Pero también he dejado todo preparado para protegerte. Sigue las instrucciones al pie de la letra.”
Mis manos temblaron. El documento adjunto explicaba que Martín había creado un fondo de inversión a mi nombre, separado legalmente del patrimonio familiar, y que en caso de fallecer, yo tenía control absoluto. Además, había designado cláusulas de herencia que podían bloquear cualquier intento de mi hijo de reclamar bienes sin mi consentimiento.
Mi hijo debía haber descubierto esto. Quizás los hombres del sobre eran abogados del banco o emisarios de las personas con las que él estaba endeudado.
Respiré hondo. No podía permitir que la desesperación de mi hijo destruyera la memoria de Martín… ni mi propia vida.
Era hora de averiguar con quién se había metido, y por qué.