Mi hijo nunca apareció para recogerme del hospital, por más veces que lo llamé. Preocupada de que algo terrible hubiera ocurrido, soporté el dolor de mis heridas, tomé un taxi a casa… y encontré las cerraduras cambiadas. Había una nota en la puerta que decía: “No vuelvas. Aquí no hay lugar para una sanguijuela.” No derramé una lágrima. No protesté. Porque mi difunto esposo me dejó un último arma secreta… y estoy a punto de usarla para cambiarlo todo.

Y esa noche, apoyada en la puerta cerrada mientras el dolor me recorría el cuerpo, supe que había llegado el momento de usarla.

La primera decisión sensata fue no actuar movida por la rabia. Llamé a un taxi y pedí que me llevara a un pequeño hotel económico a cuatro cuadras de mi edificio. Tenía pocas fuerzas, pero necesitaba un techo y un lugar donde pensar sin caerme al suelo. Me registré usando mi documento y pagué la noche en efectivo. No quería que mi hijo supiera dónde estaba. No aún.

Me dejé caer sobre la cama y durante unos minutos dejé que el dolor físico y emocional se mezclaran, amenazando con arrastrarme. Pero entonces respiré hondo y me repetí lo mismo que había repetido miles de veces mientras cuidaba a Martín durante su enfermedad: “Poco a poco. Un paso a la vez.”

Lo primero era entender por qué mi hijo había llegado a ese extremo. Por cruel que fuera, no era un joven violento. Había mostrado indiferencia en los últimos años, sí, especialmente desde que su padre murió y las responsabilidades empezaron a consumirnos a ambos. Pero expulsarme de casa… eso era un acto calculado.

Tomé mi teléfono. Tenía varias notificaciones de mensajes de mi vecina, Rosa. Ella siempre estaba pendiente de mí. Le escribí pidiéndole que me llamara si podía. No pasaron ni cinco minutos cuando sonó el teléfono.

—¿Dónde estás? —me preguntó casi gritando—. Están pasando cosas raras desde esta mañana.

Mi pecho se tensó.

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