La abogada se ajustó las gafas y entrelazó los dedos sobre los documentos. —Buenos días, señor Marcos. Su madre me contactó anoche con carácter de urgencia. Hemos estado finalizando los trámites desde primera hora de la mañana.
Marcos miró el asado, luego a mí, y luego a los papeles, intentando conectar los puntos. —¿Trámites? ¿De qué hablas? ¡Esta es mi casa! ¡Soy el único heredero!
—El banquete no es para pedirte perdón, hijo —le interrumpí con voz suave pero firme—. Es para celebrar mi liberación. Durante años pensé que darte todo era amarte. Pensé que aguantar tus insultos y, anoche, tu mano levantada, era el sacrificio que una madre debía hacer. Pero me equivoqué. Crié a un tirano, y hoy corto los hilos.
La señora Ortega giró los documentos hacia él. —Estos papeles, que su madre ya ha firmado ante mí, certifican la donación irrevocable de esta propiedad, así como la totalidad de sus cuentas bancarias y activos, a la “Asociación Esperanza”, una fundación dedicada a refugiar y empoderar a mujeres víctimas de violencia doméstica.
La cara de Marcos se transformó. Se puso rojo de ira, las venas del cuello se le hincharon. —¡No puedes hacer eso! ¡Estás loca, vieja bruja! —gritó, levantándose de golpe y tirando la silla—. ¡Es mi dinero! ¡Es mi herencia! ¡Te voy a incapacitar!