Cerca de las once, escuché los pasos arrastrados de Marcos bajando las escaleras. El olor a comida lo había despertado. Entró al comedor rascándose la cabeza, y al ver el banquete, su expresión cambió. Sonrió con esa arrogancia que tanto me dolía, pensando que había ganado otra vez, que mi sumisión era eterna.
Se sentó, tomó una galleta y dijo con la boca llena: “Vaya, mamá, por fin aprendiste. Así me gusta, que entiendas quién manda sin tener que recordártelo”. Pero su sonrisa se desvaneció, transformándose en una mueca de terror absoluto, en el momento exacto en que sus ojos se posaron en la persona que estaba sentada en el otro extremo de la mesa, observándolo en silencio.
La mujer sentada frente a él no era ninguna tía lejana ni una vecina cotilla. Era la señora Carmen Ortega, una notaria y abogada de prestigio, conocida en la ciudad por su carácter de hierro. Llevaba un traje sastre impecable y tenía una carpeta de cuero abierta sobre mi precioso mantel de encaje. Su presencia era tan afilada que parecía cortar el aire. Marcos dejó caer la galleta al plato, haciendo un ruido sordo.
—¿Qué hace esta mujer aquí? —preguntó Marcos, su voz oscilando entre la confusión y una agresividad defensiva—. ¿Mamá? ¿Qué significa esto?
Me senté despacio en la cabecera de la mesa, con una calma regia que nunca antes había tenido frente a él. Me serví un poco de agua y lo miré fijamente.
—Siéntate y cállate, Marcos. La señora Ortega está aquí porque estamos de celebración. Y tú eres el invitado de honor en esta despedida.