Mi hijo me golpeó, pero guardé silencio. A la mañana siguiente, cociné un banquete suntuoso. Él bajó las escaleras, vio el mantel de encaje y las galletas, sonrió y dijo: ‘Así que, mamá, por fin aprendiste’, pero su rostro cambió de color en cuanto vio a la persona sentada a la mesa…

El sonido de la bofetada fue seco y resonó en la cocina como un disparo. No era la primera vez que Marcos, mi hijo de treinta y cuatro años, perdía los estribos, pero esta vez fue diferente. Sentí el ardor en mi mejilla expandirse rápidamente, pero lo que más me dolió fue ver su rostro contorsionado por una rabia irracional, simplemente porque me había negado a darle más dinero para sus deudas de juego. Él esperaba que yo llorara, que me hiciera pequeña, que le pidiera perdón por “provocarlo”, como siempre hacía. Pero esa noche, algo se rompió y, al mismo tiempo, algo se curó dentro de mí. No dije una sola palabra. Me toqué la cara, lo miré a los ojos con una profundidad vacía y me retiré a mi habitación en silencio, dejándolo solo con sus gritos.

No dormí. Pasé la noche mirando las fotos de cuando él era un bebé, despidiéndome del niño que fue y aceptando al hombre en el que se había convertido. Al amanecer, bajé a la cocina con una energía extraña. Comencé a cocinar como si fuera Navidad. Preparé su comida favorita: un asado de cordero con hierbas provenzales, patatas panaderas y, de postre, esas galletas de mantequilla y canela que él devoraba desde pequeño. El aroma cálido y hogareño inundó la casa, enmascarando la frialdad de la noche anterior.

Fui al armario de la ropa blanca y saqué el mantel de encaje de bolillos, una reliquia familiar que mi madre me había dejado y que yo guardaba para su boda o para una ocasión trascendental. Lo extendí sobre la mesa del comedor, alisé cada pliegue con mis manos envejecidas y coloqué la mejor vajilla de porcelana. Todo brillaba. Todo era perfecto.

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