Mi hija de seis años le dijo a su maestra que “le dolía al sentarse” y dibujó una imagen que hizo que la profesora llamara a la policía. Su tío se convirtió rápidamente en el principal sospechoso, y yo estaba convencida de que mi familia estaba a punto de desmoronarse… hasta que la policía analizó una mancha en la mochila de mi hija. El sheriff me miró y dijo:

—¿Viniste a decirme que ya encontraste a otro culpable? —preguntó con una voz rota.

Entré sin que él se opusiera. El ambiente estaba cargado.

—No hay ningún culpable. Todo fue un malentendido. Los análisis lo demostraron. Fue una caída en el parque. Nada más.

Diego se cubrió la cara con ambas manos.

—¿Y tuviste que destruir mi vida durante tres días para darte cuenta?

Sentí un nudo en la garganta.

—Tenía que proteger a Lucía…

—¿De mí? —me interrumpió levantando la mirada—. ¿Tuviste alguna vez, siquiera por un segundo, una razón real para pensar que yo podría hacerle daño?

Me quedé en silencio. Y él lo tomó como respuesta.

—Sabes qué fue lo peor —continuó—: que ni siquiera me llamaste para preguntarme. Creíste en el peor escenario antes de creer en mí.

Era verdad. Y dolía escucharlo.

—Lo siento —dije finalmente—. No tengo excusas. Me dejé llevar por el pánico.

—Pánico… —repitió—. ¿Y crees que yo no sentí pánico cuando la policía tocó a mi puerta? ¿Cuando me trataron como si fuera un monstruo? Yo solo pensaba en Lucía… en si estaba bien. Ni un segundo pensé en defenderme antes que pensar en ella.

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