Mi hija de seis años le dijo a su maestra que “le dolía al sentarse” y dibujó una imagen que hizo que la profesora llamara a la policía. Su tío se convirtió rápidamente en el principal sospechoso, y yo estaba convencida de que mi familia estaba a punto de desmoronarse… hasta que la policía analizó una mancha en la mochila de mi hija. El sheriff me miró y dijo:

Las horas siguientes estuvieron llenas de análisis, revisiones médicas y conversaciones. Los médicos confirmaron un hematoma grande, alineado con un impacto contra el borde del columpio. Además, encontraron restos del mismo adhesivo industrial usado para reparar una grieta en el columpio del parque. Ese adhesivo se había quedado en la ropa… y de ahí a la mochila.

Todo encajaba. Pero aún había un detalle que no dejaba de inquietar a los policías: ¿por qué la profesora había entendido el dibujo como algo siniestro? ¿Y por qué mi hija parecía no haber aclarado nada en ese momento?

Fue entonces cuando la psicóloga infantil explicó algo crucial:

—Los niños de esta edad mezclan realidad, fantasía y sensaciones sin jerarquía. Dicen una cosa sin comprender la interpretación adulta. La maestra actuó según protocolo. Pero lo que ocurrió aquí es un caso claro de malentendido amplificado por el contexto.

El sheriff cerró su cuaderno con suavidad.

—Su hermano queda completamente descartado. Pero aún queda una cosa por hacer, señora. Tiene que hablar con él.

Y yo sabía que esa conversación sería más difícil que cualquier interrogatorio policial.

Cuando salí de la comisaría, el teléfono de Diego ya estaba lleno de mensajes míos sin responder. No me podía culpar: la policía lo había interrogado, sus vecinos habían visto patrullas en su puerta, y su nombre seguramente ya había sido susurrado entre conocidos. Aunque fuera inocente, el daño emocional estaba hecho.

Fui directamente a su departamento. Me abrió después de varios segundos. Tenía los ojos hinchados, la barba sin afeitar y un gesto que jamás había visto en él: decepción.

—Diego… —susurré.

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