Mi hermano Diego. Mi mejor amigo desde la infancia. Siempre amable, siempre dispuesto a cuidar a Lucía. De pronto, todo lo que era normal empezó a parecer sospechoso. ¿Había señales y no las vi? ¿Había confiado ciegamente?
Esa noche no dormí. Lucía estaba tranquila, como si no entendiera el caos que se desataba a su alrededor. Los policías volvieron al día siguiente para recoger algunos objetos de la niña, entre ellos su mochila. Una de las agentes señaló una mancha oscura en la parte inferior, como una mezcla entre barro y algo pegajoso.
—Esto podría ser relevante —dijo.
Mi estómago dio un vuelco. ¿Podría ser sangre? ¿Algún tipo de fluido? No sabía qué pensar. El pánico y la culpa me arrastraban.
Mientras tanto, Diego estaba devastado.
—¿Cómo puedes creer que yo…? —balbuceó con lágrimas en los ojos.
Pero yo ya no sabía qué creer. Era mi hija. Tenía que protegerla.
El análisis de la mancha se realizó con urgencia. Yo esperaba en silencio en la comisaría, mirando la puerta cerrada del laboratorio criminalístico, sintiendo que mi mundo se despedazaba. Finalmente, el sheriff salió con una carpeta en la mano.
—Señora —dijo con gravedad—, tenemos los resultados.