Una cálida tarde estaba en el garaje reparando una puerta chirriante cuando Emily entró. Su rostro irradiaba alegría, pero había en él una extraña tensión.
—Papá —dijo—, esta noche traeré a mi novio a cenar. Hace tiempo que quería conocerte.
Me quedé inmóvil por un instante, no por el hecho de que tuviera novio, sino por la forma en que lo dijo: a medias emocionada, a medias nerviosa.
—¿Cuánto tiempo llevan saliendo? —pregunté.
—Casi cinco meses —respondió rápidamente—. Su trabajo lo mantiene de viaje a menudo, así que… no sabía cuándo sería el momento adecuado para contártelo.
Asentí, tratando de disimular mi sorpresa. Esa noche puse la mesa y cociné una cena clásica: pollo asado, puré de papas, ensalada César y un pastel de manzana que se enfriaba en la encimera.
La primera impresión
A las siete en punto sonó el timbre. Emily estaba al lado de un hombre alto con camisa blanca. Se presentó como Mark y dijo que trabajaba en ciberseguridad. Su apretón de manos fue firme, pero extrañamente frío, y su sonrisa nunca alcanzó sus ojos.
Intenté animar la cena con conversación trivial, pero algo se sentía mal.
Emily estaba inusualmente torpe: primero dejó caer su tenedor, luego la servilleta, después volcó su vaso de agua. Sus manos temblaban cada vez que se agachaba a recoger algo.
La tercera vez me incliné para ayudarla… y me congelé. Su pierna temblaba, y un gran moretón se extendía desde el tobillo hasta la mitad de la pantorrilla.
Me miró, forzó una sonrisa, pero sus ojos suplicaban ayuda.
El instinto de un padre