El resto se volvió ruido: sirenas lejanas, luces rojas que titilaban, y un silencio que pesaba más que el dolor.
Porque ellos aún no sabían lo que ya era inevitable: la verdad estaba en camino.
Desperté en el hospital tres días después, con el brazo inmovilizado y una enfermera que evitaba mirarme a los ojos.
Había policías fuera de la habitación, y una grabadora sobre la mesita.
Mi primer pensamiento no fue el dolor, sino la incertidumbre: ¿había llegado el mensaje?
El detective Ramírez me lo confirmó con voz neutra.
—Sí, Mateo. Llegó. Y no solo a ella. La periodista lo compartió con su redacción antes de que su abogado pudiera detenerla. Lo que enviaste está en todas partes.
No supe si sentir alivio o terror.
Mi cuerpo dolía, pero lo peor era el vértigo moral: había destruido a mi familia, aunque nunca había querido hacerlo así.
Ramírez me explicó que Lucas estaba bajo custodia, que mis padres habían sido detenidos por complicidad y omisión de socorro.
Pero nada de eso me resultaba real.