Esa tarde, antes de que todo explotara, había enviado un mensaje.
Un archivo comprimido, cifrado y programado para reenviarse automáticamente si yo no volvía a conectarme en veinticuatro horas.
Contenía fotografías, grabaciones, extractos de conversaciones, y un relato minucioso de años de abuso psicológico y físico.
Lo había mandado a la persona más improbable: la periodista con la que mi padre había tenido un romance secreto.
Cuando Lucas me atacó, no fue un accidente.
Fue el desenlace de un enfrentamiento que llevaba demasiado tiempo gestándose.
Él había encontrado una de las copias de seguridad en mi portátil.
Me acorraló.
Yo intenté explicarle, rogué que me escuchara, pero él solo me llamó “traidor”.
Mientras me arrastraba hacia la puerta, mi madre se volvió hacia mi padre y dijo con calma:
—Si muere, no digas que no te lo advertí.