El suelo del garaje estaba cubierto de polvo y grasa.
Podía oler la gasolina, el metal caliente, y algo más: el miedo.
Un miedo que no era nuevo, sino antiguo, acumulado con los años de silencio.
Desde que Lucas llegó a nuestra casa hace ocho años, todo cambió.
Era el hijo del primer matrimonio de mi madre, un joven con una rabia silenciosa y una habilidad para fingir inocencia cuando le convenía.
Mi padre lo adoraba, como si fuera la versión mejorada de mí.
No supe en qué momento la violencia se volvió rutina.
Los empujones, las bromas que dolían, los castigos desmedidos.
Yo había aprendido a aguantar, a no llorar, a escribir todo lo que no podía decir.
Y, sobre todo, a preparar mi salida.