“Mi hermanastro me clavó un destornillador en el hombro mientras mis padres observaban riendo, llamándome “exagerado”.
No sabían que yo ya había enviado el mensaje que destruiría todo lo que habían construido….
El sonido metálico del destornillador fue lo último que recordé antes de caer de rodillas.
El aire se me escapó del pecho como si alguien me hubiera arrancado los pulmones con las manos.
Mi hermano —mi hermanastro—, Lucas, me miró con una sonrisa torcida, la misma que usaba cuando quería demostrar que nada ni nadie podía frenarlo.
Yo grité su nombre, pero lo que salió fue un gemido ahogado.
La punta del destornillador sobresalía de mi hombro derecho, la camisa empapada en sangre.
—Mira cómo tiembla —dijo mi padre, con una risa seca—. Siempre tan dramático.
Mi madre no dijo nada, pero sus labios se curvaron.
“Te lo buscaste”, murmuró.
Esa fue la sentencia.
Ninguno de los dos se movió cuando el dolor me hizo desplomarme.
Nadie se acercó cuando intenté mantenerme de pie, tambaleándome entre las risas de quienes se suponía que debían protegerme.