Mi esposo siempre llevaba a los niños a casa de su abuela hasta el día en que mi hija me confesó que todo eso era una mentira.

Primero, mi suegra dejó de hablarme sobre esas visitas. Antes me llamaba cada semana para contarme lo felices que estaban los niños con ella, pero un día, cuando le pregunté distraídamente:
—¿Cómo te fue con los niños? Debe ser lindo tenerlos cada semana, ¿verdad?—
vaciló.
—Ah… sí, claro, mi vida— respondió, pero su voz sonó rara, forzada.

Pensé que quizá estaba cansada o triste.

Después, Mijaíl insistía cada vez más en que yo me quedara en casa.
—Son momentos para mi mamá y los niños —decía al darme un beso en la mejilla—. Tú necesitas descansar, Amina. Disfruta un poco de paz.
Y tenía razón: esos sábados tranquilos me venían bien. Pero algo no encajaba… cada vez que le decía que quería acompañarlos, evitaba mi mirada. Por primera vez, sentí una punzada de ansiedad. ¿Por qué quería mantenerme alejada?

Una mañana, Mijaíl y Vanya ya estaban en el coche cuando Ana corrió hacia la puerta gritando:
—¡Olvidé mi chamarra!
Sonreí.
—Pórtate bien con tu abuela —le dije.

Pero entonces se detuvo, me miró muy seria y susurró:
—Mamá… “la abuela” es un código secreto.

Mi corazón dio un salto. Las mejillas de Ana se pusieron rojas, sus ojos se agrandaron, y enseguida salió corriendo.

Me quedé inmóvil. ¿“Código secreto”? ¿Qué quería decir con eso? ¿Me estaba engañando Mijaíl? ¿Qué estaba escondiendo?

Sin pensarlo dos veces, tomé mi bolso y las llaves. Tenía que saber la verdad.

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