Todavía recuerdo el día que nació Miguel. Era una fría mañana de febrero, y cuando el médico lo puso en mis brazos, solo sentí amor. Pero en cuanto miré a Roberto, mi esposo, supe que algo dentro de él había cambiado para siempre.
“Doctor, ¿está seguro de este diagnóstico?”, preguntó Roberto, aferrándose a la esperanza como si las palabras “síndrome de Down” pudieran revertirse.
“Sí, señor”, respondió el médico con dulzura. “Pero con el apoyo adecuado, Miguel puede vivir una vida plena y feliz”.
Roberto no dijo nada. Ni ese día, ni el siguiente. Una semana después, mientras le cambiaba el pañal a Miguel, finalmente pronunció unas palabras que me destrozaron:
“Carmen, no puedo con esto. Este niño será una carga para siempre. Deberíamos… deberíamos renunciar a él”.
Me quedé helada. “Es nuestro hijo. ¿Cómo puede siquiera decir eso?”.
“Este no es el hijo que quería”, murmuró con frialdad.
Mi corazón se rompió, pero encontré la fuerza. “Entonces vete. Si no puedes amar a tu propio hijo, no te necesitamos”.
Roberto se quedó, pero fue como si nunca hubiera estado realmente presente. Durante años, trató a Miguel como si fuera aire. Cuando Miguel gateaba hacia él, se alejaba. Cuando Miguel intentaba abrazarlo, Roberto lo apartaba.
Un día, a los cinco años, Miguel me preguntó en voz baja: “¿Por qué papá no juega conmigo?”.
Forcé una sonrisa, aunque me dolía el corazón. “Papá está ocupado, mi amor. Pero siempre jugaré contigo”.
Pasó el tiempo, y Miguel se convirtió en un niño muy dulce. Aprender fue más difícil, pero persistió. Le encantaba cocinar conmigo y siempre preguntaba: “Mami, ¿crees que a papá le gustará esto?”. Ganó una medalla en las Olimpiadas Especiales, pero Roberto ni siquiera asistió.