Todos se quedaron paralizados.
Dylan se puso pálido al darse cuenta de que mi padre no estaba bromeando.
Trató de protestar, pero mi padre lo interrumpió:
“Una mujer merece respeto, especialmente el día de su boda. Y si no puedes dárselo, no mereces casarte con ella.”
Los invitados murmuraban, algunos impactados, otros admirando el valor de mi padre.
Dylan quiso disculparse, pero ya era demasiado tarde.
El silencio se volvió insoportable. Todos los invitados observaban a Dylan, que ya no reía, sino que sudaba y balbuceaba excusas sin sentido. Mi padre, imponente, no le dio oportunidad de seguir hablando.
Me tomó del brazo con ternura y, mirándome a los ojos, dijo en voz alta para que todos escucharan:
—Hoy no pierdo a mi hija. Hoy la recupero.
La multitud, que al principio estaba sorprendida, rompió en aplausos. Mi madre se acercó llorando y me abrazó con fuerza. Mis hermanos, que también estaban presentes, me rodearon como un muro de apoyo.
Dylan intentó acercarse, pero varios de mis tíos lo detuvieron con miradas de hielo. Ya nadie quería escuchar sus justificaciones. El video que, según él, se volvería “viral”, se había convertido en la prueba más clara de su humillación y de su falta de respeto.
Mi padre entonces tomó el micrófono del DJ y anunció: