Mientras tanto, mi tienda prosperaba. Los turistas amaban las piezas con diseños inspirados en el mar. Me sentía viva, útil, completa. A veces, al cerrar por la tarde, me quedaba mirando el horizonte. No era felicidad total, pero era paz.
En el pueblo, todos me conocían como Clara, la artesana que llegó de repente y cambió su vida. Nadie sabía que detrás de esa mujer sonriente había una historia de traición. No necesitaba contarlo. Mi nueva identidad era mi refugio.
Solo una persona lo supo: Lucía, una viuda de sesenta años que vivía en el piso de arriba. Una noche, después de compartir una botella de vino, me miró y dijo:
—“No hace falta que me digas de dónde vienes. A veces, para renacer, hay que quemarlo todo.”
Y por primera vez, sentí que alguien realmente me comprendía.
Dos años después, el pasado volvió a tocar a mi puerta.
Era una mañana de otoño, y el viento arrastraba hojas por la calle empedrada. Cuando abrí la tienda, un hombre de traje oscuro me observaba desde la acera. Supe al instante quién era.
Andrés.
Había envejecido. Ojeras, piel pálida, y esa mirada ansiosa de quien ya no domina el mundo que creía suyo. Caminó hacia mí con una sonrisa forzada.
—“Clara… o debería decir, Marta.”
El sonido de mi nombre real me estremeció.
Me contó su historia: después de mi partida, su madre lo había desheredado al descubrir cómo me había tratado. Su empresa había quebrado, sus amigos lo habían abandonado. Venía “a pedirme perdón”.
Pero sus ojos no mentían. No era amor lo que buscaba, sino salvación.
—“Podríamos empezar de nuevo —dijo—. He cambiado.”
—“No —respondí—. Tú solo has perdido.”