Su silencio fue una confesión. En ese momento comprendí que mi decisión había sido correcta. No huí por cobardía; me salvé por dignidad.
Salió de la tienda sin decir adiós. Lo vi alejarse entre la llovizna, una sombra entre paraguas. No sentí rencor, ni alivio. Solo una calma inmensa.
Esa noche, fui a caminar por la playa. Pensé en todo lo que había dejado atrás: la mujer insegura, el miedo a estar sola, la necesidad de aprobación. Todo eso había muerto el día que cerré la puerta de aquella casa vacía.
Volví a casa y abrí un cuaderno nuevo. En la primera página escribí:
“No todas las pérdidas son tragedias. Algunas son puertas.”
Pasaron los meses. La tienda siguió creciendo, contraté a un aprendiz, y Lucía y yo organizamos talleres para mujeres que habían pasado por separaciones difíciles. Queríamos enseñarles lo mismo que la vida nos enseñó: que la independencia no se compra, se construye.
A veces, cuando los turistas me preguntan por el significado de las figuras que hago —mujeres de barro mirando al horizonte—, sonrío y respondo:
—“Son mujeres que aprendieron a irse a tiempo.”
Y cada vez que el mar me devuelve ese eco de libertad, sé que tomé la mejor decisión de mi vida.