No de arrepentimiento, no de amor, sino de puro terror por comprender que había perdido. Caminé lentamente hacia la puerta de la cocina, pero me detuve antes de salir. Me giré para verla una última vez. Rota, derrotada. No quiero verte aquí al amanecer, dije con frialdad. Si lo haces, llamaré a la policía. Sus hoyosos eran casi inaudibles. Me di media vuelta y subí las escaleras sin mirar atrás. Cada paso que daba era una liberación. No había gritos, no había súplicas, solo el sonido de una mujer enfrentando el final de su propia mentira.
Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, dormí en paz. Cuando el sol salió, la casa estaba en silencio. Bajé las escaleras, la mesa estaba vacía, la caja, el sobre y las llaves ya no estaban. Solo quedaba un rastro tenue de su perfume desvaneciéndose. Abrí la puerta principal. Afuera, la calle estaba tranquila. Y allí, sobre el felpudo, encontré algo que no esperaba, la llave azul. Sin nota, sin palabras, solo la llave. Sonreí, no porque hubiera ganado, sino porque ya no importaba perder o ganar, porque al final todo lo que quedaba era libertad.
Cerré la puerta y por primera vez en años la casa no se sintió vacía, se sintió mía. Pensé que todo había terminado, que aquella llave azul dejada en silencio sobre el felpudo era el último gesto de Valeria antes de desaparecer de mi vida. Pasaron dos días de calma absoluta. Dormía bien, comía tranquilo y por primera vez en años la casa no se sentía como una prisión. Pero el tercer día, justo cuando estaba sirviéndome café, escuché el timbre una sola vez, corta, precisa, como si quien estaba del otro lado no tuviera intención de irse sin respuesta.
Abrí la puerta y ahí estaba ella, Valeria. Su rostro estaba pálido, los ojos hundidos, el maquillaje borrado. Ya no era la mujer altiva que había salido de aquella cocina llorando. Esta era otra persona. Sostenía la llave azul en la mano. Sin palabras, me la mostró como si fuera una especie de ofrenda. Necesito hablar contigo dijo con una voz rota que apenas reconocí. La miré en silencio. Todo mi cuerpo me pedía cerrar la puerta, pero no lo hice.
Quizá por curiosidad, quizá porque en el fondo quería ver hasta dónde podía llegar su caída. La dejé entrar. Caminó despacio, como si cada paso dentro de aquella casa le pesara toneladas. Se detuvo a la cocina, miró la mesa, esa misma mesa donde su mundo se había derrumbado días antes. No fui a ese apartamento, confesó con un hilo de voz. No podía. No me importa, respondí cortante. Ella bajó la mirada, pero no se fue. En lugar de eso, sacó de su bolso un sobrearrugado y lo colocó sobre la mesa.
Lo empujó hacia mí con manos temblorosas. Lee esto, por favor. Lo miré dudando. Durante un segundo pensé en simplemente tirarlo a la basura, pero algo en su mirada, no sé si era desesperación o simple rendición, me hizo abrirlo. Dentro había varias hojas, no eran cartas de amor ni excusas baratas, eran papeles legales, documentos bancarios, transferencias y al final un testamento. Levanté la vista confundido. ¿Qué es esto? Valeria respiró hondo, como si estuviera a punto de lanzarse a un precipicio.
Es todo lo que tengo. La casa de mis padres, mis ahorros, todo está a tu nombre ahora si me das otra oportunidad. No pude evitar reír. No de felicidad, no de burla siquiera. Era una risa seca, amarga. ¿Crees que puedes comprar el perdón? Ella dio un paso hacia mí con lágrimas en los ojos. No creo que no merezco nada, pero si me dejas ir sin luchar, si no me dejas demostrarte que puedo cambiar, entonces ya no tendré nada.