Cuando llegó la hora del pastel, Sophie se sentó a la cabecera de la mesa. Yo me quedé detrás de ella.
«¡Espera!», gritó Sophie cuando fui a encender las velas. «¡Emma!».
Emma, que estaba recogiendo los platos, regresó apresuradamente. Sophie la tomó de la mano.
«Tienes que sentarte al lado de papá».
Nos quedamos allí, cada una a un lado. Las cámaras de unos veinte teléfonos no paraban de disparar. Nos estábamos tomando una foto. La familia feliz. Me dolía el pecho. Era una mentira. La mentira más hermosa que jamás había visto.
Esa noche, después de que el último invitado se marchara, después de que Sophie se durmiera (un
(Con la pila de regalos “de tamaño para mamá” en su habitación), encontré a Emma en la casa de huéspedes. Estaba haciendo la maleta.
“La fiesta se acabó”, dijo sin mirarme. “Me iré antes de que despierte. Puedes empezar con la historia del ‘viaje de negocios'”.
“No”, dije.
Se quedó paralizada. “¿Qué quieres decir con ‘no’? Nuestro acuerdo era la fiesta”.
“Nuestro acuerdo era una semana”, respondí, apoyándome en el marco de la puerta. “Hoy has estado… increíble. No había visto a Sophie tan feliz en…”
No terminé la frase.
“Se ha encariñado, Thomas”, dijo Emma, con la voz cargada por el cansancio que había visto en su rostro justo antes de que aceptara. “Me dio un abrazo de buenas noches. Me preguntó si estaría aquí para desayunar”. “¿Y qué le dijiste?”
“Le dije: ‘Ya veremos’. Otra mentira”.
“Quédate”, dije. —Quédate solo una semana. Como acordamos. Dale eso. Unos días más.
Emma me miró, su rostro indescifrable en la penumbra. —Es un error.