Meses después, Stanisław se había convertido en parte indispensable del hogar de Anna. Plantaba flores con ella, cocinaban juntos, y Boris dormía a sus pies cada noche. La tristeza no había desaparecido por completo, pero tenía otro peso. Más liviano. Más soportable.

Entonces, lo sintió.

Un roce, leve, cálido.

Abrió los ojos, extrañado, y vio frente a él a un perro. Un pastor alemán, enorme, con el pelaje cubierto de nieve y unos ojos oscuros que parecían entender demasiado.

El animal lo miraba fijamente. No ladró. No se movió. Solo extendió el hocico y le tocó la mano con una dulzura que desarmaba.

—¿De dónde saliste, amigo? —murmuró Stanisław, con la voz temblorosa.

El perro meneó la cola, dio media vuelta y caminó unos pasos. Luego se detuvo, lo miró de nuevo, como diciendo: “Sígueme”.

Y Stanisław lo hizo.

Porque no tenía nada que perder.

Caminaron durante varios minutos. El perro no se alejaba mucho, siempre volteando para asegurarse de que él lo seguía. Pasaron por callejones silenciosos, por faroles apagados, por casas donde el calor del hogar parecía un lujo inalcanzable.

Hasta que, al final, llegaron a una casa pequeña, con una cerca de madera y una luz cálida encendida en el porche. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió.

Una mujer, de unos sesenta años, con cabello recogido en un moño y un chal grueso sobre los hombros, apareció en el umbral.

—¡Boris! ¡Otra vez te saliste, travieso! —dijo al ver al perro—. ¿Y ahora qué trajiste…?

Su voz se cortó al ver a Stanisław, encorvado, con la cara roja por el frío y los labios morados.

—¡Santo Dios! ¡Te vas a congelar! ¡Entra, por favor!

Stanisław intentó hablar, pero apenas pudo emitir un murmullo.

La mujer no esperó respuesta. Salió, lo tomó con firmeza por el brazo y lo metió en la casa. El calor lo envolvió como una manta. El aire olía a café, a canela, a vida.

—Siéntate, anda. Te voy a traer algo caliente.

Él se dejó caer en una silla, temblando. El perro, Boris, se acostó a sus pies, como si esa fuera su rutina de siempre.

Poco después, la mujer volvió con una bandeja. Dos tazas humeantes y una charola de panecillos dorados.

—Me llamo Anna —dijo con una sonrisa cálida—. ¿Y tú?

—Stanisław.

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