Stanisław estaba sentado en una banca congelada, en medio de un parque silencioso a las afueras de Cracovia. El viento gélido le cortaba la cara, y la nieve caía lentamente como ceniza de un incendio que no acababa nunca. Tenía las manos escondidas bajo la chaqueta raída, y el alma hecha trizas. No entendía cómo había llegado a ese punto. No esa noche. No de esa manera.
Horas antes, estaba en su propia casa. Su casa. La que él mismo había levantado con sus manos hace décadas, ladrillo por ladrillo, mientras su esposa cocinaba sopa caliente en la cocina y su hijo jugaba con bloques de madera. Todo eso… ya no existía.
Ahora las paredes tenían cuadros que no reconocía, los aromas eran diferentes, y el frío no venía solo del invierno, sino de las miradas que lo atravesaban como cuchillos.
—Papá, Magda y yo estamos bien, pero tú… ya no puedes seguir aquí —le dijo su hijo, Andrzej, sin un ápice de remordimiento en la voz—. No estás joven. Deberías buscar una residencia. O algo chiquito. Con tu pensión, puedes vivir tranquilo.
—Pero… esta es mi casa —balbuceó Stanisław, sintiendo que el corazón se le caía a los pies.
—Me la cediste —dijo Andrzej, como quien habla de un trámite bancario—. Está en los papeles. Legalmente ya no es tuya.
Y con eso, se acabó.
Stanisław no gritó. No lloró. Solo asintió en silencio, como un niño regañado por algo que no entiende. Recogió su abrigo, su gorra vieja y una pequeña bolsa con lo poco que le quedaba. Salió por la puerta sin mirar atrás, sabiendo, en lo más profundo, que ese también era el final de algo mucho más grande: su familia.
Ahora estaba ahí, solo, con el cuerpo entumecido y el alma congelada. Ni siquiera sabía qué hora era. El parque estaba vacío. Nadie camina cuando el frío cala hasta los huesos. Y sin embargo, él seguía ahí, como si esperara que la nieve lo cubriera por completo y lo hiciera desaparecer.