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Esa noche, volví a Umuchu. Quería entender.
Fui a la vieja choza de mi abuela. Todo estaba cubierto de polvo, pero allí, entre las paredes de barro y los recuerdos del pasado, encontré una caja de madera.
Dentro, había una carta.
Dirigida a mí. Con tinta temblorosa. Firmada por “Mama Ejimma” —la curandera que murió al darme a luz.
“Si algún día llegas a leer esto, hija mía…
Perdóname por no poder quedarme contigo. Te amé incluso antes de que vieras la luz del mundo.
No heredaste belleza convencional, pero heredaste fuerza. Visión. Y un alma hecha de fuego.
Quizás los que te críen no te amen. Pero tú… debes aprender a amarte.
Tu rostro será tu escudo. Y tu corazón, tu guía.
Eres hija del viento. Del monte. Y del fuego.
No olvides quién eres.”
Me derrumbé.
Lloré. No como una mujer herida. Sino como una niña… que por fin entendía su origen.
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Días después, volví a ver a mi madre adoptiva.
Me senté a su lado. Ella esperaba reproches.
Pero yo solo le tomé la mano.
—“Gracias… por al menos no abandonarme.”
Ella rompió a llorar.
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Con el tiempo, reestructuré la empresa. Cambié el nombre de mi línea a “Ejimma”, en honor a mi madre biológica.
Y en mi primer evento con la nueva marca, invité a niñas huérfanas, rechazadas, marcadas por la sociedad.
Les di micrófono. Plataforma. Oportunidades.
Les dije:
—“El mundo puede llamarte fea. Bastarda. Sobrante.
Pero dentro de ti hay una historia… una llama.
Y cuando tú misma la creas y la cuentas…
Te conviertes en inolvidable.”
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Hoy, ya no soy solo Ugonna.
Ni solo Nwakaego.