Me llamo Josefina Morales, tengo 52 años y guardo un secreto que nadie conoce, ni mi familia ni mis antiguos empleadores. Ya no puedo callarlo más, porque lo que se guarda dentro termina quemando como brasas.

Me la consiguió una señora que conocía una familia allá. Solo era por 6 meses, según eso. 6 meses. Eso me repetía yo. Antes de irme hablé con mi mamá. Le pedí que se quedara con mis hijos mientras yo trabajaba y juntaba dinero. Me acuerdo de lo que me dijo. Ve, hija, pero prométeme que vas a volver pronto. No dejes que el dinero te robe a tus hijos. Y yo le juré que sí, que solo eran 6 meses, que no iba a dejar que eso pasara, pero pasó.

Cuando llegué a San José me impresionó todo, las casas, los carros, la limpieza, los parques, hasta el olor del aire era diferente. La señora que cuidaba se llamaba Nancy. Tenía Alzheimer. A veces no sabía quién era yo, otras veces me confundía con su hija. Me hablaba en inglés y yo solo sonreía porque no le entendía casi nada. Al principio fue durísimo. No conocía a nadie, no tenía a quién abrazar, no podía hablar bien. Me sentía como una sombra.

Iba al trabajo, regresaba al cuarto que rentaba, lloraba, me dormía y así cada día. Pero empecé a mandar dinero. A los dos meses ya podía mandar $300 cada quincena. Mi mamá me decía que con eso alcanzaba para la comida, para los útiles, para los zapatos y eso me daba fuerza. Los seis meses pasaron volando y cuando llegó el momento de regresar, Nancy se puso muy mal. Su hija me ofreció quedarme otro tiempo con más paga. me dijo, “Josefina, si te quedas te arreglamos aquí algo.

No te preocupes, estás haciendo un trabajo maravilloso.” Y yo pensé en mis hijos, en sus caritas, en la escuela, en el futuro, y acepté quedarme. Ahí empezó el verdadero sacrificio. Los años se me fueron encima. Trabajé en esa casa por 7 años. Después la señora falleció y su hija me recomendó con otra familia, siempre haciendo lo mismo, limpiar, cocinar, cuidar, siempre con la cabeza agachada, con miedo a la migra, con ese vacío en el pecho, porque aunque comía, dormía, respiraba, algo me faltaba.

Y lo que me faltaba eran ellos, Luis y Carmen. Los veía por videollamada en cumpleaños, en Navidad. Yo compraba los regalos por internet y los mandaba desde acá, pero no era lo mismo, nunca lo fue. Yo sonreía frente a la cámara, pero cuando colgábamos me rompía. Me quedaba viendo el celular apagado como si pudiera volver a verlos si me concentraba mucho. Ellos crecieron sin mí. Luis se hizo callado, muy callado. Siempre me contestaba con pocas palabras. Carmen era más cariñosa, pero con los años también se fue alejando.

Ya no me contaban nada, ya no me preguntaban nada, solo me daban las gracias por el dinero y se despedían rápido. Y yo entendí que me estaba volviendo una extraña para ellos, que en mi intento por darles todo, les había quitado lo más importante, una mamá presente, pero yo seguía porque tenía miedo de regresar y no tener nada, porque acá ya tenía una rutina, un trabajo seguro, porque me decía a mí misma que lo estaba haciendo por ellos.

hasta que un día sonó el teléfono. Pero eso te lo cuento después. Allá en San José todo era tan diferente. Desde el primer año mi vida se volvió una rutina que no cambiaba nunca. Me despertaba a las 5 de la mañana siempre, aunque fuera domingo. El cuerpo ya se acostumbraba solo. Me levantaba, me preparaba un café con pan, a veces solo pan porque no quería gastar, y me iba caminando a la casa donde trabajaba. 15 minutos exactos.

La familia para la que trabajaba era buena gente, sí, pero siempre me vieron como la señora que ayuda. Nunca fui Josefina, siempre fui ella, la que limpia, la que cocina, la que recoge los trastes. Yo no decía nada porque, ¿qué podía decir? Era mejor eso que estar sin trabajo. Nunca me trataron mal, pero tampoco me trataban como persona y una lo va aceptando. Poco a poco, sin darse cuenta. Los lunes eran los más pesados. Limpiar baños, aspirar alfombras, lavar ropa, planchar, acomodar la cocina.

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