Mateo reanudó su nana, y Lucía los observó, cambiada para siempre. Esa noche, no pudo dormir. La imagen de Mateo alimentando a los bebés la perseguía, su fuerza y resistencia resonando en su mente.
A la mañana siguiente, Lucía preparó una nevera con paella y pollo, y otra con sopa y estofado. Compró pañales, leche, biberones y reservó una cita con un pediatra, pagando por adelantado. Lo dejó todo en el coche de Mateo, junto a una nota: «Llámame cuando necesites algo», con su número de teléfono.
Cuando Mateo regresó esa tarde, encontró la comida, los suministros y el papel de la cita. Las lágrimas asomaron, pero las contuvo. Alimentó a los bebés y corrió al hospital. El pediatra los examinó y sonrió. «Están sanos, solo un poco desnutridos. Aliméntales bien y mantenlos abrigados». Mateo asintió, con el corazón lleno de gratitud.
Pero el desastre llegó semanas después. Pablo tuvo fiebre alta. Mateo corrió al hospital, desesperado, pero la recepcionista exigió un pago antes de atenderlo. Rogó, pero lo rechazaron. En su desesperación, recordó la nota de Lucía. Con manos temblorosas, leCon el corazón en un puño, envió un mensaje a Lucía: “Ayuda”, y en menos de lo que canta un gallo, su coche apareció en el hospital como un rayo de esperanza.
El coche de lujo de Lucía llegó al hospital como un rayo de esperanza que rasgaba la noche de desesperación. Encontró a Mateo acurrucado en un rincón del pasillo, su rostro demacrado bañado en lágrimas, mientras las enfermeras intentaban dar los primeros auxilios al pequeño Pablo, que ardía en fiebre y estaba aletargado. Sin dudarlo un instante, Lucía sacó su tarjeta de crédito. “Por favor, usen los mejores métodos para salvar al niño”, dijo al médico, con una voz tranquila pero llena de autoridad.
Todos los trámites se pagaron al instante. Pablo fue ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Mateo solo pudo quedarse allí, temblando, mientras observaba la figura de Lucía, la mujer que solo había visto una vez pero que ya había salvado su vida y la de sus hijos en dos ocasiones. No sabía qué decir más que “Gracias”, repitiéndolo una y otra vez como una plegaria.
En los días siguientes, Lucía los visitó con frecuencia. No solo se aseguró de que Pablo recibiera la mejor atención médica, sino que también llevó comida caliente y ropa limpia para Mateo y el pequeño Silvano. Cuando Pablo se recuperó por completo, Lucía convocó a Mateo a su oficina.
“He revisado su historial”, comenzó Lucía. “Usted tiene experiencia en la gestión de una pequeña empresa. Actualmente, el departamento de logística de mi compañía necesita un supervisor. No es un trabajo demasiado complejo, pero requiere meticulosidad y honestidad. ¿Le gustaría intentarlo?”.
Mateo quedó atónito. “Señora, yo… no sé cómo podré pagarle todo esto”.
Lucía sonrió levemente. “Considérelo una oportunidad, no un acto de caridad. Recibirá un salario acorde a su capacidad. Además”, dijo, colocando una llave sobre la mesa, “esta es la llave de un pequeño apartamento cerca de la empresa. No es grande, pero es suficiente para que usted y sus dos hijos tengan un techo bajo el que resguardarse, para que sus hijos tengan un lugar estable donde crecer”.
La vida de Mateo y sus dos hijos pasó a un nuevo capítulo. Se entregó al trabajo con toda su diligencia y gratitud. Tal como Lucía había previsto, Mateo demostró ser una persona muy capaz. Reorganizó el sistema de almacenes de manera científica, redujo las pérdidas y aumentó la eficiencia. De su puesto de supervisor, fue ascendiendo gradualmente a jefe de departamento, y luego a subdirector de la cadena de suministro. Convirtió la oportunidad que Lucía le había brindado en una sólida carrera, construida con sus propias manos y su inteligencia.